Como muchas personas de mi generación, yo empecé a aficionarme a los Beatles cuando ya estaban separados, así que mis arrebatos de modernidad me conducían al anacronismo, lo cual, si se para uno a pensarlo, es una paradoja muy española.
Antonio Muñoz Molina
A veces me siento así en México. Esto sí -todavía- es la modernidad, he pensado muchas veces, cuando es como el recuerdo de un sueño feliz, una modernidad heredada de otro tiempo, menos pobre, menos sucio, con menos pistolas. Soy una española a la que México acogió, sí, y la vida irrefrenable que exuda esta ciudad es hipnótica para los castellanos desde los tiempos de Moctezuma. Pero hoy no es entonces, cuando el Atlántico era jugar a la ruleta rusa con tres cuartos del revólver cargados y esto eran casas sobre un lago gigante; ni siquiera los cuarenta, cuando irse de España no era una opción sino una tragedia, y del hambre y la sangre llegaron miles a un país de volcanes aún perpetuos en el horizonte, de aceras limpias, de porvenir blanco.
No me malinterpreten: ningún tiempo pasado fue mejor. Pero en cierto sentido y determinados momentos, tendemos a pensar que llegamos tarde, y nos preguntamos a qué, y nos llena la melancolía. No vine huyendo, sino porque soy libre. Llegué en doce horas rodeada de azafatas educadas creyendo aventurarme en un nuevo continente como Bernal Díaz del Castillo. Voy a las tertulias y bebo hasta el amanecer haciéndome la ilusión de que soy un exiliado encontrando al fin patria segura. Ilusa, claro: los modernos siempre fueron otros.
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