Delante, el camión de la basura, un mercadillo móvil y al aire libre de lo ya inservible. Bidones oxidados malamarrados con cuerdas, pelos de escoba saliendo por los lados, una bola a lo Saturday Night Fever bamboleándose colgada de una viga de madera. ¿Estanco? Ni siquiera cerrado. Y muchas veces -no es el caso- con los basureros dentro (no a los lados, no: dentro).
Paran a cargar en una esquina. Anonadados, miramos a los tres muchachos desarmar cajas de cartón, aplanarlas en el suelo y mojarlas. ¿Para qué? Aventuramos hipotéticas causas, la más exitosa, por extraña, para que no se prendan fuego con los ácidos de la basura. Pero enseguida nos damos cuenta de otro gesto: mojan los cartones y los vuelan hasta el techo del camión, así, como caigan, sin atar. Y caemos: agua para darles peso y que lleguen hasta arriba.
Terminan. En el trozo de acera donde han trabajado, una mancha grasienta y maloliente se extiende hasta las puertas de una frutería por efecto del agua sucia.
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