viernes, 26 de octubre de 2018

cantar y aprender a cantar

Mi primera y única grabación musical es de diciembre de 1980. Mi tía Mercedes tenía una de esas grabadoras-reproductoras de casete famosas en los años setenta, en las que recuerdo con nitidez escuchar una y otra vez –con ese ruido como de rascar moqueta propio de aquellos rudimentos tecnológicos– al Dúo Dinámico.



En la grabación, de un minuto, mi vocecita a sus dos años y medio anuncia "yo voy a cantar, chunnnn" y arrancarse: "era era de latón, era de latón, de latón era, era de latón el cacharro de mi agüela [sic]" (canción popular que puso de moda en aquel tiempo Jubal). Se oye un sonido claro y todo lo bien entonado que puede resultar de un ser recién estrenado, que sube como aflamencado y termina en un arrebato faraónico con una letra inventada e incomprensible, algo como "es que yo te quero, namutascalela", contestado por mi tía con una carcajada de cristal. (Ahí estaba yo entera, no sé ni para qué crecemos, si todo es un volver.)


Siempre me gustó cantar, pero nunca supe hasta qué punto. Para mis adentros, le he echado la culpa a mis padres por no animarme a estudiar música, por disuadirme de aquellas clases de guitarra que quería tomar a los once años –"mejor estudia inglés"–, pero hoy sé que no hay nada que reprochar. Ni ellos ni yo teníamos conciencia de que podía dedicarme a eso. Cantar era una cosa de pasar el tiempo,  del coro del colegio, del grupo de teatro, de la ducha, de los quehaceres domésticos. Ni siquiera me daba cuenta de que necesitaba cantar. ¿Y qué? Tampoco me daba cuenta de que respiro.

La primera vez que me dijeron que cantaba bien, que vi emocionarse con mi voz al público, que soltaban las gafas en la mesa como se echa un clavel a un torero y que hasta caían de rodillas –no daré nombres–, fue en México. Es cierto que los responsables fueron algo de alcohol y muchos escritores, pero de igual manera lo considero el principio de algo. Desde entonces –hablamos de finales de 2006– he triunfado en bodas, cantinas y karaokes.



Pero varias cosas pasaron este verano, que inauguré con cuarenta años y una crisis (toda la vida huyendo del lugar común para esto). Primero, la actuación musical con la que dije adiós a Carpe Diem; segundo, una noche de gloria cantando mano a mano con Espada, Jacas y Albert de Paco en una terraza del Poblenou, y tercero, la pregunta de un muy querido amigo: "¿Pero tú qué quieres hacer?". Tardé tanto en responder que pensó que me había incomodado. Pero no. No me había incomodado. Lo que pasa es que la respuesta era inaudita. Tan sorprendente que ni yo me la creía. "¿Qué quiero hacer? Cantar". Mi amigo me dijo: "Bueno, cantar, ¿pero eso qué? Además de eso, ¿qué?", como dando por imposible el propósito. Pero cómo va a ser imposible, me decía yo, si no me he muerto. Y sí, claro, es tarde para el mamá quiero ser artista, pero nunca para el placer. Así que me puse manos a la obra.

Corte a.

Mi primera clase de canto fue ayer. Me va a enseñar el mejor maestro de México y sólo que me haya aceptado es un privilegio. Fue como una primera clase de chino. Sí, entiendo que es un idioma tonal, que se escribe con ideogramas y que las palabras significan distinto según cómo las pronuncies, pero no entiendo el chino ni sé qué hago si pronuncio bien "nin-hao". Me pasé toda la tarde intentando cantar siguiendo sus instrucciones y terminé con dolor de garganta. Es obvio que algo estoy haciendo mal. Pero aprenderé.


viernes, 12 de octubre de 2018

cincuenta años de Tlatelolco (conexiones)


Nuestro hermano Eduardo Vázquez, secretario de Cultura de la ciudad en sus horas laborales, le encargó a Luis Rodríguez la curaduría de la exposición Traza del 68, que se inauguró ayer en el Museo de la Ciudad de México, y el resultado es espectacular. Luis es un diseñador –y bailarín– guiado por la limpieza y la elegancia, así que todo lo que sale de su mano –y de sus pies– es sutil y bello.

A pesar de que la exposición conmemora la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, en la presentación no se habló de sangre, sino de poesía. La poesía es lo que sostiene, de hecho, la exposición, cuyo cartel presenta, imponente, al poeta Evgueni Evtuchenko, ídolo de masas –literalmente– en esos años.



Pensé enseguida en la ópera que Gabriela Ortiz estrenó justo el día anterior en la UNAM, Luciérnaga, que también conmemora el 68 y que también se centra no en la sangre sino en la poesía.   Gabriela musicó con su maestría un libreto que cuenta la historia de la uruguaya Alcira Soust –interpretada por la soprano Cecilia Eguiarte–, quien se hacía llamar "la madre de todos los poetas" y sobrevivió en los baños de Ciudad Universitaria los doce días que el ejército ocupó la UNAM en septiembre de aquel año. Por supuesto, ni la UNAM ni la Secretaría de Cultura, ni Gaby ni Luis, se pusieron de acuerdo y sin embargo, decidieron que fuera la poesía la que sostuviera la memoria del 68 cincuenta años después.

Le compartí a Eduardo mi pensamiento y me contó que él siendo joven conoció a Alcira, que formaba parte de la corte de jóvenes poetas que giraban a su alrededor y que incluso salió en manifestación cuando a ella, enferma mental, la encerraron en un psiquiátrico, por ahí de 1986. Esta misma mañana, a la hora del café, me encuentro este post de Fernando Fernández. Claro, me dije, Eduardo y él fueron grandes amigos en aquella época, ¡pero tampoco se pusieron de acuerdo en contar la historia de Alcira!

***

Un encuentro inesperado a la salida de la ópera me recordó aquel momento en que me "invitaron" a dejar de colaborar con ABC, cuando la directora adjunta se enteró de que había publicado un reportaje en El País Semanal (diez días después de publicarse, lo cual me hace pensar en algún delator o... en fin, imaginaciones mías). Comento con la persona con la que me topo que es extraño el celo que demostraron conmigo, sin dejarme dar siquiera explicaciones, cuando el actual corresponsal colabora también con El Confidencial, competencia mucho más directa con el diario que el suplemento de El País. "Bueno, pero ya sabes, en España, ABC, El País y El Mundo...", me contesta, dejando la frase en el aire. Pues no, no sé. O no quiero saber. El periodismo y su corporativismo y al mismo tiempo su desvergonzada prostitución. A veces me siento premio mundial a la pringui del siglo, pero otras, agradezco que unos y otros me hayan expulsado del club. No, no pertenezco.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Sex and the City


Leí hace unos días a Diego Salazar (de pronto me acuerdo perfecto de cuándo lo conocí, en otoño de 2005, después de un acto de Letras Libres en Casa de América, caminando hacia el Cock; qué jóvenes éramos, ¡sobre todo él!) que cada vez está más convencido de que nunca debimos dejar de escribir blogs. Bueno. A ver cuánto me dura el empujón que me da su frase.

Estuve en Nueva York la semana pasada, o para ser precisos, en el Nueva York de mi amiga Annuska, es decir Williamsburg, Brooklyn, donde vivió en los años noventa todos sus veinte años. Williamsburg, viejo puerto con astilleros, era entonces una zona industrial venida a menos, y por eso, cuenta mi amiga, le gustaba tanto: se parecía tanto a su Bilbao. Ahora, último barrio pijo/fresa/hipster, quedan huellas de ese pasado en las chimeneas ciegas que adornan jardines interiores, en las ventanas de almacén que conservan los edificios remodelados, en algunos bares decadentes y unas cuantas pizzerías donde comer a la una de la mañana.



Aunque Annuska se fue a Nueva York con una beca para estudiar danza –fue alumna de Merce Cunningham, ojo, como Alma Guillermoprieto– y estuvo inscrita en bellas artes, las circunstancias de la vida le impidieron completar una carrera. Eso luego, ya en México, con dos hijos y casi cuarenta años, la mortificaba. Yo en cambio, qué aplicadita fui siempre, empecé y terminé mi carrera cuando debí, un año después si acaso porque, oh, qué trabajadora, fui becaria desde los veinte años. Pues bien. En compañía de sus amigas, recorriendo las calles de su juventud, al abrigo de unas noches inusualmente templadas de ese norte, pensaba en cuánto la admiro, en que un millón de veces hubiera pagado por tener aquellos todos sus veinte años en Brooklyn, en que qué demonios sirve la universidad toda aplicadita y en que qué tonta fui yo siempre.

Annuska, además, acaba de graduarse por la UNAM en letras inglesas.



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El quinteto de Nagasaki, de Aki Shimazaki (Lumen). La historia de Japón desde los años veinte a través de varios personajes relacionados entre sí por la misma historia –que tiene su centro en la bomba de plutonio lanzada sobre Nagasaki– y que se van sucediendo en el tiempo. Toda la estructura es la de una flor que se va abriendo: en presente y en primera persona, cada personaje es un pétalo que la compone. Muy bonita recomendación de la editora Fernanda Álvarez.