Aunque lo genuinamente mío es el karaoke, yo nunca diré que no a una cámara. Y menos a Televisa, que mi madre no me levantó temprano en el verano del 86 a ver los últimos capítulos de Los ricos también lloran para nada: ese logotipo, tan setentero, impone mucho.
Así que ahí voy yo, entrando por la puerta de los camerinos como si fuera Verónica Castro, dejándome colocar un rizo con espuma, un flequillito con laca, un maquillaje sencillo porque así soy yo. Y dejándome pasar el cable del micrófono entre la ropa como si fuera lo único que hago en la vida. Y, claro, saludando a todos los presentadores como los amigos que son. En la tele, yo me siento como en casa. Luego están los focos, los regidores, el estudio en ebullición, la mismísima cámara enfrente, queriéndome. Una borrachera de vanidad.
Y sí. Porque al día siguiente me veo... y me entran ganas de tocar al piano la Patética de Beethoven. Y de volver a mis letrillas, que al menos puedo pensar dos veces. Esa sonrisita boba que se les pone a los tertulianos complacientes. Qué error más idiota llamar narcotraficante a un camello. Para qué te sirve esa tarjetita con la preparación minuciosa del tema. ¡No hablaste de la copla y los boleros! ¿Pero tú no estabas delgada?
Yo me veo en la tele, en fin, y me hago la misma pregunta que cuando despierto con resaca: hija, ¿por qué llevas las debilidades hasta este límite, con lo inteligente que tú eres?
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