miércoles, 19 de diciembre de 2012

amabilidad mexicana

A la salida de los vestuarios, el carrito motorizado que usan los empleados de mantenimiento del club, y sentado en él, un señor esperando a su mujer. En ese momento llega otro señor y le increpa por estar ahí subido. En España, la continuación de ese diálogo sería algo así como "quién te crees que eres, gilipollas", "gilipollas tu puta madre" y "sujetadme que lo mato". Aquí todo se desarrolló en un tono de amabilidad sorprendente: aunque no pude oír toda la conversación, ambos se hablaban en voz baja, no se insultaron en ningún momento, se despidieron con una sonrisa. Y sin embargo. Al girarse el increpado, le vi congelar la sonrisa en una mueca de odio, de asco, ¿de impotencia? Lo que pensé entonces es que esa escena de exquisitas maneras era el contexto perfecto para descerrajarse a tiros sin inmutarse. O apuñalarse por la espalda.

Los caudillos revolucionarios se abrazaban para palpar si traían armas...

martes, 2 de octubre de 2012

Fallaci en el 2 de octubre


Foto: AP

[...] Era en la que llaman Plaza de las Tres Culturas porque reúne simbólicamente las tres culturas de México: la azteca con las ruinas de una pirámide azteca, la española con una iglesia del siglo XVI y la moderna con modernos rascacielos. Una inmensa plaza, ya sabes, con muchas calles de acceso y muchas de salida: no por azar los estudiantes la eligieron como punto de reunión contra Herodes. Los estudiantes, los obreros, los maestros de escuela, en suma, cualquiera que tuviera el valor de protestar contra Herodes, que en México se llama Partido Revolucionario Institucional y dice ser socialista, pero no se comprende qué clase de socialismo, desde el punto y hora que los pobres en México figuran entre los más pobres del mundo: en el campo ganan ochocientas liras a la semana y si protestan la policía los hace callar a tiros. Los estudiantes también protestaban por eso. Y, además, porque no querían que los soldados ocupasen su universidad vivaqueando en sus aulas y rompiendo su instrumental. Y además porque no querían las Olimpiadas en México. Decían que las malditas Olimpiadas cuestan millones de millones y que es una vergüenza gastarlos en las Olimpiadas cuando el pueblo se muere de hambre. Has de saber que los estudiantes en México son como los estudiantes italianos, franceses, ingleses, norteamericanos. No tienen el fuera de serie, ni camisas de encaje, sobre todo en el Politécnico son hijos de campesinos, de obreros, y acaso obreros a su vez. Pero volvamos a la plaza. Era rectangular. Por una parte, este rectángulo estaba limitado por un paso elevado; por la otra terminaba en una escalinata cuyos peldaños ascendían hacia un gran edificio llamado Chihuahua. Por tanto, el Chihuahua lo dominaba todo y desde él se veía la iglesia española con las ruinas aztecas a la izquierda y los rascacielos a la derecha, el paso elevado al fondo y la escalinata debajo. Cada piso del Chihuahua tenía un balcón de una longitud de diez metros y una anchura de cinco, con una balaustrada de casi un metro y un vano de cerca de tres: las medidas resultan indispensables para comprender cómo nos dispararon desde el helicóptero. Se llegaba a los balcones por las escaleras de la derecha y por las de la izquierda, o bien por los ascensores cuyas puertas se abrían sobre la pared larga; las puertas de los apartamentos se abrían, en cambio, en las paredes estrechas, ¿me explico? Eran balcones muy cómodos, amplios, con cabida para cincuenta personas y para arengar a la multitud resultaban perfectos.
Los jefes de los estudiantes elegían siempre el del tercer piso. Con permiso de los inquilinos colocaban en la baranda los micrófonos y las banderas, y allí decían los discursos. Yo lo había visto ya en un mitin de cuatro días antes, celebrado para conmemorar a los muertos de julio y de finales de septiembre, un mitin que me puso un nudo en la garganta: llovía, era oscuro, y los muchachos estaban inmóviles bajo la lluvia, en la oscuridad; luego dejó de llover y alguien encendió una cerilla, y otra y otra aún, y un encendedor, y otro, y otro más, hasta que la plaza se convirtió en un titilar de llamitas, llamitas y llamitas, desde la escalinata hasta el paso elevado, y luego alguien tuvo la idea de enrollar un periódico y hacer una antorcha, y entonces todos se pusieron a enrollar periódicos y hacer antorchas, y el mitin transcurrió en un cortejo de antorchas, en una larga fila de luces que se alejaban en un coro:
- ¡Goya, goya, cachún, cachún, rarrá, cachún, cachún, rarrá! ¡Goya, goya! ¡Universidad!
Y en otro coro:
- ¡Huélum, huélum, gloria! ¡A la cachi, cachi porra, a la cachi, cachi porra! ¡Pim, pom, porra, pim, pom, porra! ¡Politécnico, Politécnico, gloria!
Yo les pregunté qué quería decir, y ellos me dijeron: "No quiere decir nada, son nuestras canciones, son canciones de niños". Porque en el fondo aquellos estudiantes, aquellos terribles estudiantes que ponían en peligro las Olimpiadas y el prestigio del gobierno mexicano, eran niños. A mí, en efecto, me habían gustado porque eran niños con el entusiasmo de los niños y la pureza de los niños y la superficialidad de los niños, e hice amistad con ellos ...

(Oriana Fallaci, Nada y así sea)

domingo, 5 de agosto de 2012

Zenobia Camprubí, mujer sin sombra

No hay escritor que recibiera el premio Nobel con tanta tristeza como Juan Ramón Jiménez: Zenobia de su alma (véase la dedicatoria a la Tercera antolojía poética) agonizaba, ese día 21 de octubre y por una semana más, vencida por el cáncer de matriz contra el que batallaba desde hacía cinco años. Dos meses después en Estocolmo, en nombre del poeta –varado en Puerto Rico, hundido ya sin remedio en la depresión– agradecía el galardón Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico, con un breve discurso que incluía estas palabras: “Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración hicieron, durante cuarenta años, mi trabajo posible. Hoy, sin ella, estoy desolado e indefenso.” No contenían ni un gramo de retórica.
            Es obvio y casi un lugar común cuando se trata de un escritor biencasado: la mujer es el lado izquierdo del cerebro que les lleva el mantel, la cama y las cuentas, quien les permite, en fin, dedicarse por entero y sin distracciones a su obra. Pero hay más en este caso: Zenobia Camprubí Aymar (Malgrat de Mar, 1887-San Juan de Puerto Rico, 1956), la más estrecha colaboradora en el trabajo de su marido, su primera y más útil editora, musa activa y enérgica, el equilibrio que lo mantenía en pie en sus periódicos ataques maniacodepresivos, fue también, por sí misma, alguien singular en su época. Escritora, traductora, empresaria, abanderada de la emancipación de las mujeres en España, el tratamiento de su figura ha oscilado casi siempre entre el ostracismo y el melodrama, a pesar de los denuedos de algunos estudiosos, liderados por Graciela Palau de Nemes, por darle su lugar. (Graciela Nemes, como la llama Zenobia en su Diario, no fue solamente exalumna, amiga y asistente personal en sus últimos días: también fue quien solicitó y envió toda la documentación necesaria a la Academia sueca para proponer a Jiménez por parte de la Universidad de Maryland.)
            Hija de un próspero ingeniero catalán, Raimundo Camprubí, es la rama materna la que otorgaba a Zenobia la alcurnia cosmopolita: su madre, Isabel, nació de Augustus Aymar, cuya ascendencia figura en los orígenes de la ciudad de Nueva York, y de Zenobia Lucca, una rica portorriqueña de familia bilingüe. A Zenobia Camprubí la educaron tutores particulares en casa y en ambos idiomas, y de los diecisiete a los veintidós, años decisivos, vivió en Estados Unidos sola con su madre. Las desavenencias entre Camprubí y Aymar, parece, sobresalieron desde siempre –Raimundo se quejaba, por ejemplo, de que Isabel no sabía llevar una casa­–, pero en el caso de esta separación fue decisiva una amena za de muerte recibida contra el hijo menor a cambio de dinero. Según cuenta Nemes, ella pensaba que su marido se había puesto en peligro al endeudarse en la Bolsa de París. Reconciliado el matrimonio, en 1909, las mujeres volvieron a España, en concreto y curiosamente a La Rábida (a pocos kilómetros de Moguer), donde estaba destinado el ingeniero Camprubí y donde la joven Zenobia puso en marcha una escuela rudimentaria para alfabetizar a los niños del lugar. Ya en Madrid, un año después, era natural que Zenobia, extravertida y risueña, rubia de ojos azules para rematar, fuera un imán. No solo para los aristócratas y extranjeros que frecuentaba, sino para intelectuales y escritores.
            Zenobia conoció a Juan Ramón en la Residencia de Estudiantes, en unas conferencias del verano de 1913. A él ya le habían hablado de la “Americanita” –ese era su apodo–, lo cual demuestra que sus cercanos veían una idea estupenda juntar sus caracteres disímiles, y se enamoró de inmediato. Una muestra de su puño y letra:

Ella es una muchacha que, claro, no diré que es mejor a las demás, porque en el mundo hay muchísimas mujeres de valía, pero uno ha de hablar en relación con aquellas que conoce, y yo de cuantas he encontrado es la mejor –no sé si a los demás les gustaría, y esto me tiene sin cuidado–, pero a mí sí. Es agradable, fina, alegre, de una inteligencia natural, clara, y que tiene gracia, esa gracia especial que se adquiere con los viajes, con la gran educación social del país norteamericano donde está educada; que sabe varios idiomas, ha viajado, ha visto muchísimo, ha leído también mucho, y con todo es muy joven.

A ella no solo no le gustó él, sino que el matrimonio le parecía fuera de lugar: “Yo soy la clase de mujer que no se casa (...) Todavía no he visto al hombre que me pudiera hacer más feliz de lo que creo poderlo ser siendo soltera”, le había escrito a su amiga María Martos. Se lo había dejado claro también al abogado Henry Shattuck, cuya historia de amor puede atisbarse entre las siguientes letras fácticas: pretendiente de Zenobia en su juventud, nunca se casó, y fue su contable, su albacea y su amigo fiel hasta la muerte.
            Pero aún no entraba en escena ese Cupido insospechado llamado Rabindranath Tagore. La traducción de Zenobia de sus poemas del inglés fue el resquicio por donde entró el definitivo estoque de los requiebros de Juan Ramón. Ella traducía, él cincelaba, y juntos dieron a conocer en periódicos y revistas al bengalí, premio Nobel de ese año (el primer libro íntegro traducido conjuntamente fue La luna nueva, publicado en 1915). Fue el comienzo de una pareja y de un trabajo simbiótico que se prolongaría las cuatro décadas que dio de sí la vida de ella, como muestran fragmentos seleccionados de su Diario.
            Corresponde a los expertos dilucidar, si es que se puede, en qué medida influyó Zenobia en la poesía de Juan Ramón Jiménez; si es cierto, como aventura Nemes, que fue por Zenobia que Juan Ramón fue depurando su estilo hasta llegar al concepto de poesía desnuda. Sí es un hecho que Estío, el libro que marca el cambio decisivo, se publicó en 1916, el mismo año que casó con Zenobia (en Nueva York, el 2 de marzo), y que esa pureza es plenamente reconocible en Diario de un poeta reciencasado. Es otro hecho que el carácter de Zenobia, práctico, resuelto y alegre, fue el óptimo para empujar al trabajo a ese poeta “cansado de sí mismo”, o para evitar, directamente, que se hundiera en las aguas negras de la melancolía.
            La abnegación en un trabajo, supongo, más si el trabajo es un hombre y la abnegada una mujer, es siempre difícil de entender. Y la vida de Zenobia, buena amiga de María de Maeztu y Victoria Kent –con las que fundó el Lyceum, el primer club para mujeres afiliado al de Londres, empresa cristalinamente feminista–, sufrió la paradoja de convertirse en carne de cañón para la corrección política. (Manuel Vicent, por ejemplo, pintó a un cruel Juan Ramón que “muy pronto aprendió a hacerse el enfermo para conseguir toda clase de mimos de criadas y nodrizas y salirse siempre con su voluntad”; Rosa Montero fue más audaz: llamó torturador al poeta y aseguró que lo suyo por Zenobia no podía ser amor.) Basta una cita para desmontar la imagen de víctima maltratada que algunos han querido endilgarle: “Después de todo, yo soy en parte dueña de mi propia vida y J. R. no puede  vivir la suya aparte de la mía.”
De sus diarios y cartas, en efecto, se desprende que Zenobia nunca se sometió a otra voluntad que no fuera la propia. Y eso incluyó sus negocios, originales y exitosos, en el Madrid de los años veinte y treinta: la tienda Arte Popular Español y la renta-decoración de pisos para diplomáticos extranjeros.
            Eso no quiere decir que la vida junto a Juan Ramón fuera un banquete de perdices (qué matrimonio sí, por otra parte). Graciela Palau de Nemes se esforzaba, de nuevo, la última vez que visitó España, en 2010: “Ella nunca dependió de Juan Ramón ni vivía sacrificada salvo cuando él estuvo enfermo. Eran marido y mujer, sin más.”
Por otra parte, es imposible deslindar su carrera de la de Juan Ramón Jiménez. La obra temprana de Zenobia, que publicaba desde los catorce años en revistas y periódicos y fue notable autora de cuentos infantiles, queda inevitablemente eclipsada por el testimonio artístico y personal que supone su Diario  en el exilio, cuidado y prologado en tres tomos por la doctora Nemes.
            Zenobia había comenzado a llevar una bitácora personal por sugerencia de su madre en 1905, al inicio de su estancia juntas en Nueva York, simplemente para recoger los pequeños actos de la vida cotidiana, una tradición, de nuevo, poco hispana y muy anglosajona. Es por eso que abunda la información sobre dinero, mudanzas, dentistas, correspondencia diaria, y escasean los apuntes íntimos. Esto llega al paroxismo, e incluso exaspera, precisamente en su diario de recién casada (“Me casé”, “Juan Ramón y yo tuvimos nuestro primer disgusto y después nos dio mucha pena y nos quisimos más”, unos sospechosos “Los dos muy contentos” y poco más es todo lo que encontrará el cazador de chismes). Este diario, por cierto, que acaba de publicar la Universidad de Huelva en conjunto con el de Juan Ramón (se presentan indistintamente entradas de uno y otro, siguiendo el calendario) bajo el título Diario de dos reciencasados, anotado por Emilia Cortés Ibáñez, es una iniciativa editorial a la altura de las traducciones de Tagore: coloca en su justo espacio a Zenobia Camprubí, en paralelo con Jiménez y no detrás.
            Es en su diario del exilio donde será menos reservada al respecto. No se olvide: en 1937, cuando salen de España huyendo de la Guerra Civil, Zenobia está a punto de cumplir cincuenta años­ y lleva una veintena de ellos casada. La vida y el marido se ven ya desde otra atalaya. Hay menos lastre, menos inseguridad, es decir, menos vergüenza:

Con la moral completamente baja por el calor, por no tener nada que hacer y porque J. R. está en actitud polémica, egoísta e irritable, me encuentro planeando el resto de mi vida egoístamente. Voy a tratar de disfrutar parte de lo que me queda de ella. Y de seguro quiero un cuarto para mí sola para hacer lo que me dé la gana, abrir bien las ventanas, ponerme crema en las manos cuando el fregar me endurece la piel y moverme en la cama si me apetece.
(La Habana, 25 de julio de 1939)

Sirvan los fragmentos seleccionados en el dossier que sigue de paradigma a su obra principal: de qué manera reciben las noticias que les llegan de la trágica Europa, cómo es el trabajo diario con el poeta y marido, cuáles fueron sus últimos afanes y dolores.
            El primitivo tratamiento con radioterapia al que se sometió, instigada por unos médicos claramente negligentes, le quemó el vientre e impidió, a última hora, la segunda intervención que prolongaría su vida. La cercanía de la muerte no la arredró: fueron los últimos meses cuando más trabajó por completar la Tercera antolojía poética, que ya no vio impresa, por alistar la sala de la Universidad de Puerto Rico que acabaría teniendo el nombre de ambos, y sobre todo, por dejar protegido económicamente a un Juan Ramón, que sería una simple sombra los dos años que la sobrevivió.
            A juzgar por los testimonios cercanos, la del Nobel era en verdad una noticia destinada a ella (de hecho, se lo comunicaron el 21 de octubre, cuatro días antes del anuncio oficial, debido a la gravedad de su estado). Recuerda Nemes:
Por el mundo corrió la noticia de que Zenobia se había muerto al siguiente día de anunciarse el Nobel; pero me consta que vivió el día gloriosa, lúcida, merecido premio por sus trabajos, sus ansias, sus plegarias, su incomparable amor, sus sacrificios por el hombre que por ella vivió y pudo escribir la más honda poesía de su vida.
Podía morir en paz: su obra estaba completa. ~


(Publicado originalmente en la edición española de Letras Libres, núm. 131, agosto de 2012.)

jueves, 21 de junio de 2012

34

Que cueste cada vez menos cumplir. Que sea como quitarse la ropa: ir perdiendo tiempo pero también vergüenza. Recibir las canas sabiendo de dónde viene cada una. Celebrar todos los años con una fiesta grande. No querer irse nunca pero aprender a despojarse: quién nos compuso el engaño de que existir es apostar a no perder...

domingo, 27 de mayo de 2012

Fernando Parra, pequeño in memóriam

Lo voy a recordar de pie, caminando muy derecho, los hombros atrás, alto como era, la misma postura que todos sus hijos.

Lo voy a recordar serio y con las cejas pobladas fruncidísimas, gastando alguna broma ("Carmen, nunca sé si tu padre habla en serio o no", decía Katia).

Lo voy a recordar leyendo el ABC en el balcón del segundo A derecha del quinto bloque de Everluz, que da justo a la cuesta del Pato Rojo. La atalaya desde donde podía vernos regresar de la playa, de día, de noche o -¡no, por favor!- de madrugada. Una de esas madrugadas (¿la de los Beatles en Puntamar?), iba un amigo subiendo la calle a voz en grito: "¡FERNANDO PA-RRA, FERNANDO PA-RRA!", ante las súplicas de Carmen de no despertar al león de la bronca paterna. Uno de esos días, la que iba a ganarse la bronca era yo, por haberle dicho a mis tíos que me quedaba en su casa en lugar de la verdad, que habíamos ido a una feria a cincuenta kilómetros y estábamos volviendo a media mañana. "Yaiza, que tu tía no sabía que os íbais a Mazagón", parece que lo estoy viendo asomado a la baranda, y al ver mi cara de terror: "pero no te preocupes, que le he dicho que sí te quedabas aquí a dormir, pero que os dejé ir bajo mi responsabilidad".

Lo voy a recordar en su caseta de la Feria diciéndole a Carmen que qué era eso de dividir la cuenta, que cuando uno invitaba a los amigos a su caseta, de ninguna manera, no, no podía hacerles pagar.

Voy a recordar lo que dice su hija que dijo cuando la hermana mayor informó de que se casaba con su primo, sobrino carnal de Fernando: "Ah, mira, de muy buena familia".

Voy a recordar siempre, siempre –y voy a envidiar– su fe en Dios, y ese humanismo cristiano del que hacía gala simplemente con sus actos. El mismo que le habrá dado serenidad en sus últimos meses, rodeado de todos los que le querían. Muchísimos.

Estampas de refilón y a bote pronto. Yo en realidad venía a decir que un hombre bueno ha muerto. Nada más y nada menos.

jueves, 24 de mayo de 2012

cuando muere un Escritor (y II: la tumba)

Dejó dicho que lo enterraran en Montparnasse, donde Vallejo y Cortázar y Beckett y Sartre y Simone de Beauvoir y Porfirio Díaz. Todo en su lugar, como era de prever.

Todo, si no fuera por la distorsión a la que se atreve la realidad:




La distorsión, el tremendo dislate para el que no existe nombre, de unos padres enterrando a sus hijos.

"En el altar de la fama sacrificó su vida pero también su obra", dice quien. "Pero él lo tenía clarísimo", responde un viejo amigo del Escritor –¿puede el Escritor tener amigos?–. "Quería ser un rockstar y lo fue."

Me pregunto si añadirán su nombre a la lista que tienen a la entrada del cementerio. Quién visitará su tumba y durante cuánto tiempo. Cuántos libros suyos resistirán.



(Foto de Rafa Mármol Domínguez, 20 de mayo de 2012)

martes, 15 de mayo de 2012

cuando muere un Escritor (I: algunas líneas)

rigor político
desgracia sucesiva
entereza
enorme dramatismo
voluntad de hierro
desapariciones dramáticas
resistencia de atleta
fortaleza física
fortaleza literaria
respuesta civil
proyectos a puñados
melancolía de la muerte
conducta pública
puñetazos privados
disciplina
lucha contra el tiempo
levantaba al amanecer
escribía como un forzado
horas de la madrugada
le vencía la mañana
listo para la vida social
se escondió de casi todo
escuchaba como un forzado
gradual decepción
ante la condición humana
se sentó durante horas
pasión literaria
destino civil
ensimismado
fuera del universo contingente
revivió
perturbado su país
perturbado el mundo
perturbado el universo personal
era solo un escritor
trotamundos
grupo formidable de autores
homenaje
camisas impolutas
bien planchadas
realzaba su apostura
no se sentaba nunca
el tiempo no lo vencería
atleta del entusiasmo literario
abrazo a la vida
obra poderosa
la mañana más triste
de todas las mañanas
nuestro Virgilio
clásicos vivos
obra colosal
abismo narrativo inimaginable
virus de la novela
grandes ficciones
la perfección
dolor profundo
sensatez
severidad
crítico agudo
feroz
profundo
descarnado
guía generoso
faro en lontananza
modelo
summa narrativa inigualable
tradición literaria por sí mismo
orbe único
universo literario feroz
sólo suyo
cosmopolita irredento
enemigo de todos los prejuicios
viajero incansable
catalizador y arquitecto
gran cronista de México
conmocionó profundamente
corrió como la pólvora
ocupó las pantallas
interrumpieron su emisión
programas especiales
el presidente se apresuró
a expresar sus condolencias
lamento profundamente
querido y admirado
gigante de las letras mexicanas
colaborador habitual de periódicos
muy crítico
toda la clase política lamentó
de forma unánime su muerte
muerte inesperada
personaje extraordinario
gran riqueza mental
biográfica
literaria
pérdida mayor
muere en plenitud
plena lucidez
catástrofe muy grande
sentido crítico
manejo de los problemas literarios
ambición en primera fila
diplomático
metáfora de la condición humana
maestro
nos queda su obra
dentro de cien años
tendió puentes
muy generoso
hijo de diplomático
renunció
en protesta
homenaje nacional

jueves, 10 de mayo de 2012

mi Bernal Díaz del Castillo

(A Mercutio M., que fue quien me lo pidió)

La primera vez que oí hablar de Bernal Díaz del Castillo fue en los labios infinitos de Ricardo Cayuela por las calles de no me acuerdo qué ciudad a la que habíamos escapado a conversar, entre otras cosas. Destacaba dos episodios de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España: el momento en que Hernán Cortés abrazaba a Moctezuma emplumado –semidiós para los aztecas, intocable– como a un compadre, lo cual, como se puede comprender, contribuyó a la fugaz imagen de los españoles como deidades venidas de otro planeta, y la escena de cuento de hadas en que esos castellanotes, que conocían el agua de refilón, veían desde el paso entre los dos volcanes –uno activo, desde siempre y hasta hoy– la ciudad de Tenochtitlán, un lago interrumpido por pirámides flotantes –"mezquitas", las llamaban, tan cerca estaba la Reconquista. (Lo de cuento de hadas no es retórica: Bernal sólo puede comparar tal visión con escenas del Amadís de Gaula.)

No se puede entender México sin leer esa crónica de Díaz del Castillo, y lo digo bien sobria. Yo de ella, aparte de los nombres de los conquistadores, que siempre me han puesto mucho –Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Diego de Ordaz–, rescato dos cositas:

Una, como también señaló hace unos días Félix de Azúa, que Bernal escribe contra una mentira, la Crónica de la conquista de Nueva España de Francisco López de Gómara, un amanuense que despacha la historia oficial del asunto. Frente a él, Bernal se rebela: oiga, yo estuve allí, a mí qué me va a contar. ¡Un espadiano avant la lettre! (De hecho, si Espada supiera todo lo que hay que saber en este mundo, haría mucho tiempo que habría escrito sobre Díaz del Castillo; pero nació en Barcelona, pobre.) A mí me encanta, por ejemplo, su ironía al aclarar lo de las naves en Veracruz, que contra el refrán popular, nunca se quemaron, sino que se dieron "a través":
Aquí es donde dice el cronista Gómara que mandó Cortés barrenar los navíos, y también dice el mismo que Cortés no osaba publicar a los soldados que quería ir a México [es decir, Tenochtitlan] en busca del gran Moctezuma. Pues ¿de qué condición somos los españoles para no ir adelante, y estarnos en partes que no tengamos provecho en guerras? También dice el mismo Gómara que Pedro de Ircio quedó por capitán en la Veracruz; no le informaron bien. Digo que Juan de Escalante fue el que quedó por capitán y alguacil mayor de la Nueva España, que aún al Pedro de Ircio no le habían dado cargo ninguno, ni aun de cuadrillero, ni era para ello, ni es justo dar a nadie lo que no tuvo, ni quitarlo a quien lo tuvo.
(En este punto, háganse ustedes una composición de lugar: Hernán Cortés, enviado por el gobernador de Cuba, Diego de Velázquez, a la tercera expedición a tierra firme –las primeras fueron de Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva–, simplemente a robar oros y volver a la isla –en un alarde de españolidad donde las haya–, el mismo que reclutó para la causa y con su labia a seiscientos hombres, dice en tierra firme que nanay, que de ahí adelante como los de Alicante y que quien está conmigo sigue y quien no, se queda en este puerto de mosquitos. Nada más que añadir al inciso.)

Otra, ese momento maravilloso en que los conquistadores se encuentran en Cozumel con dos marineros andaluces que vararon allí en una expedición previa: Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar. Nada más saber de los nuevos castellanos, Aguilar se apunta al bombardeo, e intenta convencer al compañero. Este, en un pasaje que debería dejar bien claro el grado de negritud de la leyenda colonial española, le contesta:
"Hermano Aguilar, yo soy casado, tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras: íos vos con Dios; que yo tengo labrada la cara e horadadas las orejas; ¿qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis tres hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra"; e asimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua muy enojada, y le dijo: "Mira con que viene este esclavo a llamar a mi marido; íos vos, y no curéis de más pláticas".
Esa lengua en la que hablaba la amorosa mujer de Gonzalo –natural de Palos de la Frontera, ya que estamos– era el maya. Y ya llego a lo que me trajo. Una de las más fascinantes historias de la humanidad es esta: cómo lograron entenderse Hernán Cortés y Moctezuma (este sí verdadero choque de civilizaciones, según Fernando Savater). Porque Cortés le hablaba español a Aguilar, Aguilar maya a –oh, hallazgo– una princesa mexica esclavizada en las costas del sureste, y esta, llamada Malintzin, Malinche para los oídos hispanos y doña Marina una vez la bautizaron, náhuatl a Moctezuma.

Esta mujer, como saben, es la primera gran traidora de la patria (sic). Pero tendré que dejar su historia para otro día.

lunes, 30 de abril de 2012

puente

Los españoles sentimos por Veracruz un amor bobo, como son un poco todos los amores en realidad, hecho de idealización y autoengaño. Un amor de emigrante. Como si el puerto no fuera esa cloaca que expulsaba a las damiselas hacia los cafetales y la cosa no siguiera pudriéndose. Yo a la luz roja de la sauna, sudando todas las penas gota a gota, y afuera, las noticias. Cosas que no se ven desde este balcón luminoso.

martes, 27 de marzo de 2012

pornografía

El chisme es como la pornografía, qué razón tenía Sorela. El acto íntimo y gozoso de ven acércate que te cuento la última de este escritorzuelo de pronto es un asco cuando sale de las distancias cortas y alcanza a las multitudes. ¿Habrá algo más desagradable que pensar en la oscuridad de una sala X? ¿O que Belén Esteban en Sálvame Deluxe?

lunes, 19 de marzo de 2012

día del padre

El último 19 de marzo que vivió mi padre, me olvidé de que era el día del padre. Me lo recordó mi madre cuando allá era 20 y él ya se había acostado, contrariado por mi ausencia.

Los mecanismos que tiene la vida para forjar la memoria son a veces terribles...

lunes, 16 de enero de 2012

suicidios, genocidios, fuentes de información

Lo grave, justamente, es que tenga que venir algún gobierno a desmentir que al menos cincuenta indígenas rarámuris se suicidaron el pasado 10 de diciembre por la desesperación del hambre en la Sierra Tarahumara, en Chihuahua.

Basta con ver el único vídeo donde se da esa supuesta noticia, que ayer pude encontrar en cinco sitios distintos, por feisbuc, tuiter y meil, los nuevos tierra, mar y aire:



Fuentes de información: Ramón Gardea, miembro del Frente Organizado de Campesinos Indígenas y secretario del Ayuntamiento de Carichí (con la ayuda inestimable del señor del genocidio según la RAE). ¿Contraste? Los TL de @fulanito, @menganito y @zutanito. Y así se escriben los periódicos.

Hoy la alcaldía del D.F. y otros gobiernos locales siguen organizando la ayuda humanitaria. Pero no creo que la irresponsabilidad informativa ayude mucho a las paupérrimas comunidades de esas montañas, uno de los lugares, por cierto, donde dicen que dicen que dicen que está escondido Joaquín Guzmán Loera, el narco más buscado desde Pablo Escobar. Quizá por eso a los periodistas les cuesta hacer lo lógico: ir a ver si es verdad.

(Continuará, me juego lo que quieran...)