miércoles, 30 de septiembre de 2009

Montserrat Pecanins, galerista

"No entendemos mucho de negocios, pero sí tenemos buen ojo"

Nació en Barcelona en una acomodada familia cuyos orígenes se remontan al siglo XVII, pero Montserrat Pecanins (1929) forma parte indisoluble de la historia artística de la ciudad de México. La galería que lleva su apellido y que abrió con sus hermanas, las gemelas Teresa y Ana María, fue referente por varias décadas en la calle de Hamburgo. Por ahí empieza nuestra conversación, unas semanas después de que falleciera su hermana Tere y apenas meses desde que se le fuera su hija Beba. Esas ausencias terribles flotan en su mirada acuosa, se escapan en algún suspiro, pero ella se esfuerza a cada rato por hacerme reír.

Cuando abrimos la galería, tuvimos la idea de acoger a jóvenes, porque como no éramos millonarias, no podíamos hacer contratos a artistas de renombre. No entendemos mucho de negocios, pero sí tenemos buen ojo. Hay gente que no entiende de arte, pero lo hace muy bien porque tiene espíritu de vendedor. Nosotras como vendedoras somos unas taradas [risas]. Nuestra galería era “la casa de los artistas”. Claro, tengo una mentalidad anticuada: en mi casa no se podía hablar de dinero en la mesa porque era de mala educación. Tampoco he podido nunca vender nada de mi marido [Brian Nissen], me da vergüenza. Nunca he tenido un amigo para ver qué le saco. Mi dignidad no me lo permite.

¿Cómo salisteis adelante sin espíritu de empresa, entonces?
Era otra época. Abrimos la galería en el año 63, cuando esta ciudad era la maravilla. Yo tenía la idea romántica, estúpida si tú quieres, de que una galería tenía que ser un lugar donde se sentara todo tipo de artistas, porque hablamos un idioma muy parecido.

Cuéntame de aquellos años, el sexo, las drogas, el rock and roll
Eso es un cuento chino: el desenfreno no es de los años sesenta, sino de ahora. Aquello era más de tomar, y armábamos unas pachangas de Dios valga la hora. Era mucho más divertido. Por ejemplo, nunca se hablaba de dinero; hacíamos cantidad de cosas locas por divertirnos, por gozar la vida.

¿Y cómo sobrevivisteis? Porque no hablaríais de dinero, pero teníais que comer…
Porque la gente compraba. Ahorita ya nadie puede, porque se ha puesto carísimo. Fue una época dorada: entonces venía todo el mundo los sábados a “pagar su abono”. Y claro, no eran clientes, sino amigos.

¿Crees que el arte contemporáneo está sobrevalorado?
Sí. Toda esta faramalla que se han inventado de hacer subastas en Christie’s y en Sotheby’s, donde te engañan… En una ocasión vi cómo de una galería se ponían dos o tres aquí y dos o tres del otro lado, y a un artista que nadie lo conocía, lo subían de precio. Ir a las subastas es como jugar, mucha gente se alborota. Los colocados que decían “quinientos más” o “mil más”, el pobre gringo que levantaba la mano dando una cifra inverosímil… y aquellos mudos per secula seculorum. Todo es un juego.

¿De quién es la culpa?
La culpa es de que la gente se cree cualquier cosa, como cuando ve en televisión que una cocina mugrienta queda limpia sin rascar.

¿Cuál es el papel de los críticos en ello?
Los hay muy buenos, no se puede negar, pero la mayoría son más bien comentaristas de sociedad. Ahora bien, no se puede decir nunca que una pintura es mejor que la otra, porque eso es muy difícil. Hay a quien le gusta la pintura abstracta… y también en la pintura abstracta hay cantidad de mentiras. Algunos, como no les sale el ojito o la manita, hacen manchitas, y llega un momento en que hacen manchitas muy bonitas, claro.

¿Cómo se educa mejor a la gente en el arte?
Como educamos el oído; un día, empiezas con Bach, sigues con Vivaldi y entonces llegas a Wagner. Igual educas la vista, y de la vista nace el amor.

Y los planes de estudio no suelen contemplar eso…
Yo veo una cantidad de gente que ha estudiado y me pregunto de qué le sirvieron tantos diplomas, si no entienden nada.

Alguna anécdota divertida en el casi medio siglo de la Galería Pecanins.
Vino un señor, allá en la galería de Hamburgo, elegantísimo, muy guapo… con una trompa encima marca diablo. Teníamos una exposición rara, con pinturas abstractas. Ve un cuadro y dice: “¿Y esto es arte? Me lo voy a mear”. Al instante en que se baja la cremallera, voy al taller, agarro un cuchillo de medio metro y le digo: “¡usted se la saca y yo se la corto!”. En ese momento, del restaurante Focolare viene un mesero a buscarlo, pidiendo perdón. Y al día siguiente recibimos una tarjeta sin nombre, con un ramo de flores gigante: “Lo siento con toda mi alma. Morí de vergüenza cuando el mesero me contó. Perdónenme, perdónenme”.

Qué lindo…
Un señor finísimo, guapérrimo. Por eso aguanté, porque era bonito verlo aunque llevara esa moña.

Tú misma eres una suerte de artista, con los teatrini tan divertidos que confeccionas. ¿Cuándo empezaste a hacerlos?
Cuando me fui a vivir a Nueva York, en el año 80, no tenía nada que hacer. Aprender inglés no, porque yo no puedo con los idiomas.

Con inglés o sin inglés, tus teatrini estuvieron en Tiffany’s…
Sí, y en Rockefeller’s Center [engola la voz, cómica]. Los hice inspirándome en una historia que me contó mi padre –que por cierto nació con el siglo, el 1 de enero de 1900. Mi abuelo era un señor católico, apostólico y romano, de todo en orden. Si no llegaban a comer a la hora, los hijos tenían que ir a comer a la cocina con la Marieta, la nana, incluso ya de grandes, con diecinueve o veinte años. Mi padre iba a un lugar que se llamaba Cine de la Comedia, donde pasaban películas mudas, y en el intermedio salía una señora a cantarles. En esto que ve a mi abuelo, a un amigo de éste, abogado, y a otro que era médico ¡encantados de la vida en primera hilera!, fascinados con la señora que les enseñaba la tibia y el peroné [risas], cuando nunca en la vida hubieran invitado a una señora así a un coctel de la familia. A partir de entonces, mi padre cambió. Siempre le encantó el cabaret y los números musicales: “ser cuadrado es un pecado”, decía. Tuve un padre adorable, que nos enseñó a ser mujeres independientes.

¿Él también era creyente?
Lo cortés no quita lo valiente.

Es un caso raro, exiliarse en México siendo un rico empresario católico…
Nosotros no nos exiliamos. Yo siempre digo que soy refugiada por amor, porque no quiero ser gachupina estúpida. Mi padre era ingeniero textil y lo mandaron aquí a través de la compañía catalana-inglesa Fabra & Coats, en el año 50. Como no revalidaban los estudios, teníamos que empezar desde el principio. Siempre tomamos clase por libre, y resulta que sabemos más nosotras que muchos que tienen carrera y diplomas.
            Yo, sin haber ido a la universidad, todo lo puedo hacer. En Nueva York, un día fui a un lugar que vendían terciopelos y encajes, y la señora de la tienda, tan bonita y tan mayor, me dio tanta lástima, que se los compré todos. ¿Qué iba a hacer con todos esos terciopelos? Hice como veinte cojines, de colores, con flores grandes, ¡vieras qué bonitos! Los llevé a la tienda de una amiga, en Saint Mark’s Place, y los vendimos en dos días.

También eran legendarias las fiestas que hacíais Brian y tú en la terraza de Saint Mark’s Place. ¿Cuál recuerdas de todas?
Especialmente un año nuevo en que cociné ¡para cien personas!

Y la de Octavio Paz antes de que le dieran el Nobel.
Estábamos toda una bola de gente que le hacíamos la broma: “ahora sí estás tranquilo” –como el año anterior se lo habían dado a Camilo José Cela, a dos hispanos seguidos no se lo iban a dar. A los dos días, mi marido oyó a las siete de la mañana por la radio que había sacado el premio Nobel. Le habla al hotel, y Marie Jo dice: “Eres la tercera persona que llama; la primera, un periodista que creímos estaba de broma y la segunda, de la Academia de Suecia”. Eso fue tan divertido…
            Mira, yo estoy pasando un momento terrible, pero hay una cosa que espero no perder nunca: el humor. Gracias a todos esos amigos que tengo, puedo sobrellevar esta cruz.~


(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 30 de septiembre de 2009.)

martes, 22 de septiembre de 2009

Isol, escritora, ilustradora, cantante

“¿Y qué es ser un escritor infantil?”

Isol, que nació en Buenos Aires en 1972 con el nombre de Marisol Misenta, es un espíritu renacentista dentro de un cuerpo breve. Sus libros para niños, que ella misma ilustra y rezuman humor políticamente incorrecto, le han granjeado numerosos lectores y codiciados galardones, entre ellos la mención especial como finalista del Hans Christian Andersen por dos años consecutivos. Además, ha sido cantante pop con diversos grupos y es soprano de un conjunto de música barroca.

¿De qué marmita vital vienes, que haces tantas cosas a la vez?
Cuando todos somos chicos, cantamos, dibujamos, inventamos cuentos… No sé por qué algunos dejan de hacerlo. Yo siempre me mantuve conectada con eso. Tiene que ver con que fui estimulada en casa, porque en mi familia todos son medio artistas. Es algo para mí natural, hacer muchas cosas. A veces también provoca un poco de estrés organizativo, pero también todo lo que hago se complementa mucho entre sí.

¿De qué manera lo complementas?
A mí me encanta contar historias, y principalmente lo hago escribiendo e ilustrando. Cuando canto también trato de reflejar un clima, llevar al otro a jugar con otro mundo. Así como cambio de técnicas en los libros, me encanta tener nuevos desafíos, encontrar nuevo material. La música se hace con otras personas y en ella se da una situación de exposición física inmediata muy estimulante. Por otro lado, es agotador, y tengo que volver a la intimidad y la soledad de mi estudio, algo que me encanta. Me gusta también publicar, sentir esa libertad total: nunca pensé en hacer algo para alguien; tuve la suerte de que lo que me gusta hacer encontró su público.

Has dicho que más que escribir para niños, usas al niño como personaje. ¿Será que en realidad no eres una escritora infantil?
¿Y qué es ser un escritor infantil? Cuando oigo ese adjetivo, me fuerzo para no enojarme. Además, mis ideas no se parecen nada a las de los niños. Yo pensaba que sí, hasta que empecé a trabajar con ellos en talleres.

Pero algo tienes que tener, a pesar de que no tengan las mismas ideas, que los niños hacen clic con tus historias.
Bueno, si fuera igual, quizás no les interesaría tanto. Mis historias tienen una vueltita que hace que a los adultos también les encanten. Y en realidad, ¿tan diferentes somos? ¿Por qué uno tiene tanta empatía cuando ve a un niño? Porque hay algo de él en uno. Somos un niño crecido que aprendió a comportarse y a pensar las cosas de manera matizada. Yo como niña fui muy seria, muy preocupada, y cada vez tengo menos preocupaciones: cada vez me parezco más a la niña que hubiera querido ser entonces.

A los niños resulta que le encantan las historias con humor negro, con ironía, con crueldad. ¿Por qué crees que se les sobreprotege?
Si a ti te da miedo algo, querrás cuidar al niño de eso. Supongo que ahora hay padres que tienen menos miedo, por eso le pueden dar a sus hijos libros como los míos. A veces nos olvidamos que los chicos son más inteligentes de lo que pensamos. Por ejemplo, mi sobrino, que tiene cinco años, sólo ve Los Simpson. Para mí Mafalda, cuando era chica, era mi ídolo. Y ambas historias son complejas, tienen muchas líneas de interpretación. Está bueno en todo caso pecar de más sentidos que de menos. Secreto de familia [donde una niña descubre que su madre es un erizo], a las madres les encanta, y está bien que se rían de ellas mismas. De chica yo quería tener otros padres, y después me encontré que a muchos les había pasado lo mismo. También tienen un éxito enorme todos los seriales de niños huérfanos; creo que para ellos, como fantasía, es muy liberador. Si uno piensa “no quiero a mis padres”, empieza a preocuparse, puede ser un drama, pero si dice “por un rato juego a que no tengo por qué soportar a mi mamá que está gritando todo el día” y se ríe un poco, quizá ella también se pueda reír, y se descomprime la situación.

Hablando de madres-erizo o madres-globo, yo soñaba que la mía era una bruja. ¿Qué hubieras escrito tú?
Habría que ver qué aprendiste de eso. Yo fui a terapia mucho…

Emilia Ferreiro ha dicho que a pesar de que los niños nacen en un entorno donde se familiarizan primero con las nuevas tecnologías, siguen leyendo libros. ¿No nos preocupamos demasiado por que dejen de ser lectores?
La actividad de la lectura tiene determinadas particularidades que es muy triste que se pierdan. En el sentido no sólo del objeto o del contenido, sino de realizar algo en silencio. No sé si el libro es en sí algo siempre sagrado –porque la gente también ha leído siempre novelas malísimas, por ejemplo–, pero a mí me deja muy ansiosa estar en internet mucho tiempo. Un libro, lo cierro y ya está, y a la vez sé que sigue ahí. Además, está terminado, se hizo en un momento, no como en internet, que todo permanece en algún lugar inacabado. A mí me preocupa porque me encanta hacer libros y si no hay más, no voy a tener más trabajo. Lo ideal sería que estuvieran las dos cosas.

Pero según tu experiencia con niños, ¿ves que afecta a la lectura de alguna manera su contacto permanente con las tecnologías multimedia?
Lo que vi en algunos lugares fue el ansia de inmediatez que ahora tienen los pibes. Una vez dije que había estado haciendo un libro ocho meses, y se quedaron asombrados: “¡tanto tiempo!” Y la maestra me decía: “diles, porque para ellos, si algo les tarda más de dos horas, ya está mal”. Por eso muestro las cosas que no me salieron bien, pero con orgullo, para que vean que esa idea de “puedo conseguir todo” no es verdad. Hay cosas que no están afuera, están adentro y necesitan un tiempo para llegar a ellas. Por otro lado, lo que es divertido de internet es que todos sienten que pueden crear. Opinan, hacen un cuadro, lo muestran. Creo que lo bueno se va a decantar.

¿Cómo se lleva un escritor para niños con los niños?
Como en todo, hay niños simpáticos y niños insoportables. Yo en general me llevo bien, porque me ven un poco como un par. ¡Como los veo yo a ellos! Quizá es una equivocación mutua, pero nos hacemos los que no nos damos cuenta. Me divierto con ellos como con mis personajes, y nunca estoy del lado de la madre. Llevo mis propias inquietudes a mis historias, que me parecen muy claras en algunos niños –el bien, el mal, qué hay que hacer, qué no…– y que son situaciones que de grandes nos siguen angustiando. Hice un libro sobre eso, Petit, el monstruo, cuyo protagonista se ve como un monstruo porque no es ni bueno ni malo, porque la madre le dice “cómo un chico tan bueno puede hacer cosas tan malas”.

Eres perversa…
No sabés cómo funciona ese libro con los niños. Mis libros plantean problemas, no soluciones. No para quedarse con la carga, sino para decir “mirá, lo mismo se puede ver de este otro lado”. A todos, chicos y grandes, nos pasa lo mismo, pero nos olvidamos.~


(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 22 de septiembre de 2009.)

domingo, 20 de septiembre de 2009

un ciudadano

Creo que se puede entrar libremente, por tiempo limitado, en esta nota (el periódico Reforma se tiene en tan alta estima que todo lo cierra a cal y peso). También está gratis, pero ahí la sintaxis es tan pobre y los árboles del melodrama tan frondosos, que no dejan ver los datos.

El caso es que un señor llamado Esteban Cervantes Barrera, que vivía en una de las zonas más deprimidas de este Valle de lágrimas, salió a doblegar al loco asesino del metro Balderas y se llevó tres tiros a bocajarro. Sólo lo ayudó otro hombre, que sigue ingresado en el hospital. Cerca de la sesentena, había nacido en un pueblo de Michoacán, era soldador y tenía cinco hijos ya criados. "Era un hombre estricto –dice uno de ellos–. Ejerció una disciplina sobre nosotros bastante fuertecita, pero dentro de todo nos sacó adelante a los cinco". No dejo de pensar en esa historia, como tantas en el cinturón gris y desordenado que cerca el Distrito Federal. El hombre de provincias llega a buscar fortuna en la capital, donde sólo queda sitio en la la tierra seca que antes era lago. El polvo y la pobreza no hacen flaquear la honradez ni el rigor –evita que la desesperación imbuya en sus chicos malas tentaciones. Probablemente crea en Dios. Y un día cualquiera, volviendo del trabajo, actúa como pocos lo harían en una ciudad de semejantes condiciones. Como un ciudadano.

Se preguntan siempre por qué este país no se termina nunca de ir al carajo. Yo digo que por gente así.

jueves, 10 de septiembre de 2009

"eran dos latas de Jumex, las llené de tierra y les puse unas lucecitas"

No habían terminado de bajar los pasajeros del avión de Aeroméxico secuestrado ayer, no dejaban de cacarear los "periodistas" de Televisa que eran tres, cuatro, ocho secuestradores, cuando Ricardo alias la rata blanca ya dijo que seguro era una broma. Naturalmente, la Prensa Vigilante se apresuró a insinuar lo que Vicky Larraz pero sin gracia ochentera.

Dicho lo cual, sigo sin entender bien por qué al señor que canta esto se le dio un micrófono más en su vida. Son esas manos generosas que alargan micros para que los muchachos se expliquen, pobres, las que hacen posible fenómenos como los de Juanito. Que contaré otro día porque es demasiado complicado...

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Claudio Esteva Fabregat, antropólogo y pasajero del 'Sinaia'


“Yo no creo que un hombre se haga en la guerra”

El doctor Esteva Fabregat nació en noviembre del 18, y su biografía incluye la fundación de la primera Escuela de Antropología de España, en los sesenta, y una estrecha colaboración con Erich Fromm en los cincuenta. Triunfos para un perdedor de la guerra: había militado en las Juventudes Socialistas y luchado en el desgraciado frente de Aragón. Antes, fue juvenil del Barça por dos días: “Supimos del levantamiento el domingo 19 de julio, y yo había firmado la ficha de profesional el viernes anterior”. Después, lo esperaba el campo de concentración francés de Saint-Cyprien. De él salió con un pasaje en el Sinaia, el primer barco de refugiados españoles que llegó a Veracruz, hace setenta años. En México sentó las bases de su carrera académica. ¿Y la futbolística? “Que le cuente cómo lo llamaban en el equipo aficionado en el que jugó en Puebla”, insta Berta, su mujer. “El Filósofo”: siempre andaba hablando de clásicos griegos, o convenciendo a los árbitros con críticas a la razón práctica.

¿Cómo es que nació en Marsella?
Ahhh, porque mis padres fueron a visitar a un hermano de mi madre, y ella, entonces embarazada, había calculado mal. Pasó la cuarentena en Marsella conmigo y luego volvimos a Barcelona. Fui francés cuarenta días.

¿Qué imagen guarda de los dieciocho días de travesía en el Sinaia?
En el barco, por primera vez en algunos años disfruté la sensación de libertad, y puedo identificar la experiencia del viaje, comparada con la guerra y el campo de concentración, como unos días de reposo. Por otra parte, en aquel momento ya pensábamos en otras urgencias: saber todo lo posible sobre México. Cada día en el Sinaia se publicaba un boletín de información en ciclostil y se nos daban pláticas sobre el país. Por ser refugiados políticos, pedíamos información sobre la revolución mexicana. Yo no había leído mucho sobre el tema, pero había dos personajes que nos impresionaban especialmente: Pancho Villa y Emiliano Zapata.

¿A qué se refiere con “sensación de libertad”?
Bueno, fue un modo de entrar en comunicación con otras experiencias. La idea principal era olvidar. Todo.

¿Qué todo es ése que quería olvidar?
El hecho mismo de la guerra, algo que impresiona muchísimo.

¿Usted vio a gente morir?
Oh, claro que vi, muchos. Y estallar las granadas de las bombas en compañeros de la unidad militar. Lógicamente, si entrábamos en combate había muchas bajas.

¿No siente que los franceses traicionaron a la II República?
Yo creo que los franceses estaban también divididos en izquierdas y derechas. Su izquierda iba a ser también derrotada y cuando llegamos, la mayor parte de la gente nos repelía. Francia e Inglaterra nos abandonaron. No fue traición, propiamente: pensaban que si ganábamos nosotros, ganaba el comunismo.

Usted dijo que México le había marcado más que la guerra civil. ¿Tanto así?
Me refiero a que llegué a México con veinte años, y a esa edad no hay nadie que esté completo. Yo no creo que un hombre se haga en una guerra, sino antes o después. Y la principal experiencia formativa la tuve en México. Esto me hizo más mexicano que español en aquel momento.

Y hoy, ¿es más mexicano o más español?
No tendría sentido decir que soy más mexicano que español, porque soy una persona culturalmente mestiza, y uno tiene familia en los dos sitios. Puedo ir a España y sentirme bien, y al mismo tiempo sentir nostalgia de México.

Cuénteme, ¿por qué volvió a España en los años sesenta?
Porque las organizaciones políticas desde el interior de España nos reclamaban que volviéramos para ayudarlos a combatir al régimen. A los exiliados se nos acusaba de haber perdido la idea. En México se dio una división de pareceres entre los que triunfaban económicamente, que querían quedarse, y los que sentían la obligación moral de volver. Volvimos para influenciar, para contribuir a destruir la falsa información que se había dado sobre la República.

¿Cómo vio España en esos años?
Triste. Sobre todo Barcelona. Pero uno se preguntaba si la visión que tenía de España era diferente porque la estaba viendo veinte años después. Es decir, que esta imagen es muy relativa.

¿Cuándo regresó a México?
Hace siete años. Yo ya había cumplido mis compromisos en España, y compañeros míos de aquí me ofrecieron un lugar donde trabajar.

Cualquier otro, con 83 años, se hubiera retirado a una playa del Mediterráneo…
[Risas] No tanto, no tanto… Mire, hay maneras de ser. A mí me gusta estudiar, pensar, escribir, y las playas no me atraen mucho.

¿No cree que la historia del exilio en México sigue sin conocerse bien en España?
Es ahora, cuando la tercera generación desde la guerra civil ha accedido al gobierno –y me refiero al de Rodríguez Zapatero–, que se empieza a revivir lo que se llama la memoria histórica. Todavía, cuando se abren fosas de fusilados, hay muchos testigos del mismo pueblo, ya ancianos, que no quieren opinar porque tienen miedo. Cómo va a hablarse del exilio de México, si durante cuarenta años la gente ha estado perseguida. Ahorita, precisamente, recién empiezan a atreverse a contar. Naturalmente, cuando se habla de memoria histórica surgen todos los conservadores, que son muchos, y dicen que recuperar la memoria histórica es reproducir la idea de la guerra civil.

Bueno, dicen que las barbaridades durante la guerra se produjeron de ambos bandos, no sólo del vencedor.
Sí, y es verdad que hubo persecuciones del lado republicano, pero éstas eran reacciones al levantamiento militar. Hay que tener en cuenta que en el momento del golpe la mayor parte de las fuerzas armadas se sumó a él, dejando a la República sin fuerzas para reprimir los desmanes que se producían en la retaguardia.

No los estará justificando…
No, no: fueron movimientos de reacción, y no podían ser castigados por las autoridades republicanas porque habían quedado totalmente desarmadas. Hasta más o menos septiembre del 36 no se pudo recuperar un poco de orden en la retaguardia. Los que cometían desmanes lo hacían por su cuenta, mientras que el régimen franquista lo hacía por medio de leyes.

Volvamos a México. ¿Qué le sorprendió más al llegar?
Sobre todo, la manera de hablar: había muchas palabras cuyo significado no sabíamos y nos hacían albures cuando preguntábamos qué querían decir. Y también, la forma urbana, sobre todo el zócalo, primero de Veracruz y luego de la ciudad de México, donde me tocó ir cuando nos distribuyeron. Una vez en México, nos llevaron al Refugio, apartamentos que habían alquilado las autoridades de la República en el exilio.

¿Y ahí le dieron trabajo?
El trabajo se lo fue buscando cada uno por su cuenta. Entre tanto, nos daban un subsidio de un peso con cincuenta para cada soltero. Íbamos juntos cuatro o cinco a un chino de la calle Bolívar, entre El Salvador y Uruguay, donde daban una comida corrida por 65 centavos. ¡Todavía nos sobraba dinero!

¿Y cómo salió adelante?
En mi caso, junto con otros catalanes, fui al Orfeó Català, donde nos recibieron muy bien los antiguos residentes, y allí fue donde empezó a formarse “la red”: un viejo residente le daba empleo a un recién llegado, éste hacía correr la voz entre sus amigos y se ponía en marcha la bolsa del trabajo. Digamos que esta bolsa estaba basada en relaciones de grupo “étnico”: los catalanes por una parte, los vascos por otra, los gallegos por otra…

¿Los mexicanos cómo los veían?
En general, había una simpatía por nosotros. Pero sabíamos que la mayor parte de la oposición pedía al gobierno que nos expulsara del país por ser asesinos de monjas y todo tipo de barbaridades. Además había muchos gachupines –españoles que ya estaban aquí– partidarios de Franco que hicieron campaña contra nosotros.

Y de Erich Fromm, ¿qué aprendió?
Aparte de las enseñanzas académicas, aprendí a apartarme de toda teoría ortodoxa: habíamos llegado a la conclusión, a lo largo de muchas conversaciones privadas, de que el siglo XX era el de las matanzas múltiples por culpa de las ideologías. Y muy importante: aprendí a conversar de una manera menos apasionada, a usar la razón crítica no como instrumento de lucha, sino de persuasión.

Tiene usted 90 años. No se aburre uno de vivir…
Al contrario. Más bien quisiera vivir toda la vida, y esto no va a ser posible… Pero no, no tengo ningún problema; cuando me llegue el momento, creo que no me voy a enterar.~

(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 9 de septiembre de 2009.)