viernes, 26 de abril de 2019

sobre la violencia sin adjetivos

Cuando entraron a robar a casa, el portero (que ese día había librado), ante nuestro temor a que volvieran los ladrones en algún momento porque entre todo lo que se llevaron iba un juego de llaves, nos contó que en su rancho, entraron a robar un día y mataron a su papá, y no fue hasta los tres meses que volvieron... y mataron a su mamá. "Pero hasta los tres meses", dijo para aliviarnos. Tan tranquilo.

El primer padre al que entrevisté cuando visité la Normal Rural de Ayotzinapa, hace cuatro años, me contó en un mínimo español (era indígena mixteco), que su hijo Felipe, alumno de la escuela desaparecido la noche de Iguala, era el único varón que le quedaba, porque hacía años a su hijo mayor lo habían matado a las afueras de su aldea unos ladrones de vacas. Sin inmutarse.

Hace unos meses, volviendo del súper, venía de frente una niñita como de nueve años, acompañada de dos mujeres que parecían de su familia (¿su madre y su abuela?, ¿su madre y su tía?, ¿su tía y su abuela?) Algo dijo o hizo la niña, que una de las mujeres le dio un trancazo en la cabeza y la llamó pendeja y ahí se le quedó gritando no sé cuántos improperios. La niña avanzó corriendo y llorando (qué desconsuelo), mientras las mujeres quedaban detrás, sin modificar su paso, satisfechas. "De aquí nace la violencia en México", dijo mi marido, explicando el mundo en una frase, como él suele.

No hay narcotráfico en esas tres estampas, no hay mundo moderno ni posmoderno, ni política alguna. Sólo una oscuridad del alma establecida, asumida, dada por supuesta. Algo profundo, estructural. Será por eso que aquí en México (es algo que extraña mucho a los que saben y vienen de visita) a la violencia no se le pone adjetivos, y queda ahí sola y plantada, irresoluble y ni modo, qué le vamos a hacer.