Me recibió un señor muy serio de barba tupida rubia oscura y ojos verde olivo inmensos que miraban de frente. Esa mirada, esto lo saben muy bien sus fans, es difícil de encontrar en otro sitio. (Y no se llamen a engaño, que yo a esa edad no me fijaba en hombres casados.) Al cabo de los años me diría que ya entonces le gustaron mis pantalones rojos, pero en verdad creo que no me hizo mucho caso: inmediatamente me presentó a Julio Patán, con el que trataría a partir de entonces.
Hoy Julio es una estrella y no impone tanto, pero entonces había que verme: sentada frente a ese mexicano alto e inteligentísimo, cuidando de no soltar alguna tontería y joder el invento. El invento era que les gustó lo que hice, y durante ese año me encargaron un par de cosas más. Pero yo ya tenía la cabeza en otra parte. Todavía no sé por qué, pero esa es otra historia.
Cuando fui a despedirme de Julio, Cayuela hizo una excepción y salió de su despacho. Me dijo medio de guasa que qué pena que me fuera, ahora que iba a empezar a darme más trabajo. Entonces no me voy, le contesté. "Vete, niña, vete y aprende, y luego vuelves".
Al volver, verdaderamente como el tango, me acerqué a saludar a Julio por no dejar (ya sabía yo que a esas alturas la gente se disputaba el espacio), y antes de marcharse de España definitivamente, todavía me encargó una letrilla, que tardó en publicarse como diez meses. No me extrañó.
Esa vez no vi a Cayuela. Y no lo volvería a ver hasta mucho tiempo después, de pura casualidad, cuando aquel novio mío ya no existía, nuestras vidas eran muy distintas y yo, claro, un poco más lista.
(Elipsis. Punto y coma)
y hasta la fecha.
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