Tendría unos seis años el primer uno de noviembre que conserva mi memoria. Clarito como solo puede serlo un recuerdo de infancia. En el cementerio de El Campillo, poniendo flores en los nichos de la madre y la hermana mayor de mi abuela, que estaban en la pared del fondo a la izquierda. Yo con un vestido y una rebeca blanca, paseando entre lápidas y pensando que el día que me muriera, preferiría una tumba en el suelo, tan bonita, a un nicho en la pared. No tenía conciencia de la muerte como tal, eso es seguro, y tampoco me acuerdo de sentir miedo aquella mañana, templada y luminosa. En la noche era distinto, claro, pero para entonces yo no iba a estar allí. En la noche, por supuesto, los muertos se levantaban, que yo bien lo había visto en "Thriller"...
Aquí esta semana parece fiesta mayor y la fecha grande no es todos los santos, sino difuntos, que con muchísima propiedad llaman por su nombre: día de muertos. No hablaré de la resignación ante el destino inevitable ni del enésimo laberinto de la soledad (no, este país no estaba condenado a tanta sangre). Ya están muy vistos los altares, las flores de cempasúchil y las ofrendas. Novelerías. Entonces pasa lo que el árbol de navidad: llegan los niños y se empeñan en ponerlo. Y cuando llega ese momento, una hace lo que puede...
Luciano Santos Olea, Francisco Santos Álvarez, Francisca Olea Gallardo y Félix Romeo Pescador, en un rincón de la casa.
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