"Mira, Yai, lo bonito que se ha puesto el cielo para despedirse de ti", me decía Anita un sábado como ayer de hace nueve mil kilómetros y trescientos sesenta y cinco días. Con ese atardecer y mis cómicos, explicaba por enésima vez los planos de la plaza de la Mariblanca, señalaba las tres partes del Palacio Real, contaba la historia de esa ciudad nacida de un paraíso exclusivo para los reyes.
Qué calor esa última tarde de agosto que pasé en el valle del Tajo.
Al día siguiente, el viaje. Y entre tanto, una incertidumbre asesina apuñalaba las ganas de una despedida alegre.
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