Me da vergüenza no saber su apellido y no tener ninguna foto. Porque su nombre está unido a mis veranos desde antes de yo nacer. Creo que fue la primera persona a la que vi un tatuaje. Entonces los tatuajes eran todavía cosa de marineros o de presos. Y él era marinero, claro. Bueno, no se le decía así, sino "estar en la mar", en los barcos de pesca. Cuando se cansó de estar en la mar, aprovechó la oportunidad de que su padre, Sebastián, ya estaba casi ciego y no podía encargarse de la portería del tercer bloque, para ocupar el puesto. En él estuvo hasta finales de la primavera pasada, justo después de pintar, como cada año, la terraza del apartamento que es escenario de mi familia desde 1969. "Ahí ya estaba malo", me dice mi madre, con ese gusto inconsciente, tan suyo, por ese tipo de detalles.
Verano a verano, en él se materializaba ese lugar intacto
que es Punta Umbría, porque por su cuerpo no pasaba el tiempo. Limpiaba, arreglaba, subía, bajaba. Nunca un
no al pedirle un favor que saliera de sus funciones, siempre esa gracia
–seria, irónica, natural– que se aprecia en los mejores especímenes de esa tierra.
Él conocía a la perfección nuestras vidas, nuestros amores y nuestras muertes, pero no al contrario. No quiso dar sus señas, así que no pudimos despedirnos. Hoy murió y quiero dejar constancia de cuánto lo queríamos.