“Son
más interesantes las historias donde hay control que donde no”
Entra
un joven de metro noventa, guapo y sonriente, a una clase llena de alumnos de
Comunicación de la Ibero. Parecería un modelo de publicidad, pero empieza a
hablar de periodismo como en las viejas escuelas: datos, buenas historias,
ética, humildad, ¡escribir! Se llama Diego Buñuel (París, 1975) y es nieto del
Luis de Calanda. El próximo lunes 2 estrena en el canal National Geographic su
serie documental Don’t tell my mother I’m in… (rellénese con el nombre de un país en
guerra, dictatorial o con algún tipo de conflicto), cuyas historias intentan
dar la vuelta a la imagen generalizada de esos lugares y, más importante, a la
manera de contarlos.
En
tu programa te dedicas a desmontar lugares comunes sobre los sitios a los que
vas. ¿Qué
te has encontrado en México que a la gente le sorprendería saber?
Algo muy simpático: que hay muchos gays
introduciéndose en la lucha libre, un mundo predominantemente machista. Siempre
han estado los luchadores exóticos, pero era más un papel que una tendencia
sexual, y ahora hay algunos que son abiertamente homosexuales. Los descubrí en
Naucalpan.
¿Cómo
se mantiene el equilibrio entre las historias extravagantes y las historias
serias para no caer en el folclorismo?
Nunca hago historias etnicistas o
folclóricas: siempre son pequeñas historias que cuentan una grande. Los
luchadores gays, por ejemplo, no son folclore, sino una prueba de que la
sociedad mexicana está cambiando. Si haces algo solamente chistoso, no
desempeñas correctamente tu trabajo de periodista, pero si lo mezclas con cosas
más serias, te sale una historia completa. Además, es importante variar las
emociones.
¿Qué
país te ha sorprendido más, para bien o para mal?
Corea del Norte –he sido uno de los raros
que han podido grabar ahí, dos veces, la segunda durante más de veinte días–,
un lugar increíble, porque es como un viaje en el tiempo: regresas a la Unión
Soviética de los años cincuenta.
Detalles,
por favor.
Por ejemplo, llegué a un estadio donde
había cien mil niños formando una pantalla gigantesca, y cada niño era como un
píxel de color, con un libro en la mano que abrían y cerraban, cambiando la
forma de la imagen completa. ¡Pero cien mil niños!
Lo
cual demuestra la megalomanía de ese régimen…
Sí, tremenda. También me llevaron al
campo, donde ves la realidad del país: todo el mundo tiene hambre, no hay
tractores ni máquina alguna, todo se hace con las manos, como en el siglo XVI…
Es una tragedia terrible.
Dices
que si uno prepara bien su trabajo, no se siente en peligro, pero no me acabo
de creer que no hayas tenido miedo en algún momento…
Sí, cuando era más joven. Una vez, en el
Congo, me interceptaron niños-soldados, completamente drogados, con kaláshnikovs,
diciéndome que me iban a matar y no sé qué más cosas. Tuve la suerte de que
diez minutos después llegaron soldados de las fuerzas francesas que me llevaron
de ahí, pero sí fue uno de esos momentos en que piensas que las cosas pueden ir
muy mal.
¿Fue
tu experiencia como soldado francés en los Balcanes durante tu servicio militar
lo que te llevó a ser corresponsal?
No. Cuando tenía catorce, quince años,
acudían a mi casa, donde siempre se organizaban cenas con intelectuales y
periodistas, dos corresponsales de guerra, del New York Times y del Washington
Post, que me contaban sus experiencias en el Líbano, en Vietnam… Para mí
eran historias fantásticas –siempre he tenido una fascinación con la guerra, no
sé por qué, especialmente la segunda guerra mundial–, y así empecé a tener
ganas de ser corresponsal.
¿Hasta
qué punto es libre el corresponsal de guerra para informar de lo que quiere?
Bueno, en mi experiencia siempre he
tenido mucha libertad, porque llegaba a países donde no hay control. Es cierto
que en algunos sí lo hay, como en Irán, donde mis historias tenían que acotarse
a un tema muy específico, o en Corea del Norte, donde hay un control total.
Pero ése es el chiste: son más interesantes las historias que encuentras donde
te controlan que donde no; cuando hay más dificultad, desarrollas maneras de
hacer el trabajo mejor.
Desmonta
algún lugar común sobre el corresponsal de guerra.
El problema es que nos movemos en el
estereotipo: que beben mucho, que agarran todas las mujeres que pueden… Son
gente a la que le cuesta mucho hacer su trabajo y conciliarlo con la familia.
Yo por ejemplo estoy casi seis meses al año viajando.
¿Y
tu mujer qué dice?
Mi mujer ya sabe que así es mi trabajo…
pero a veces sí es durísimo. Es un trabajo en el que todos los días tienes que
salir a luchar, por eso me gusta, para sacar las historias, e historias que son
más difíciles de las habituales.
De
todas las estrategias del periodista de conflictos, cuál dirías que es la más
importante.
Mantener los ojos abiertos, no tener
prejuicios, y no ir donde piensas que la historia pasa, porque a veces la
historia está en lugares más discretos.
¿No
desanima tanta injusticia en el mundo?
Sí, pero tienes que tener presente que
viajar a esos países es como llegar en una nave espacial a otro planeta: la
vida no tiene el mismo precio ni la misma importancia. Y no puedes hacer la
comparación entre tu vida en México, en París o en Londres y los países del
tercer mundo, porque de lo contrario te vuelves loco: las injusticias son tales
que no lo soportarías. El primer mundo no es el verdadero mundo, pero tampoco
el resto puede vivir como nosotros, porque ese estilo de vida destruiría el
planeta inmediatamente.
Eso
que dices, ¿no corre el riesgo de convertir al periodista en un relativista
moral?
No, yo no tengo ese relativismo, porque
me afecta mucho lo que veo y lo que hago. Pero eso es importante conservarlo,
porque te inclina a desear cambiar las cosas.
Tienes
ascendencia española, estadounidense, naciste en París… ¿De dónde te sientes
más?
También me siento mexicano: mis abuelos
vivieron aquí durante años y yo de pequeño venía todas las navidades y en
verano. México, los Estados Unidos y Francia son mis patrias, y aprendí los
tres idiomas, lo cual me abrió muchas posibilidades para trabajar.
¿Te
pesa el apellido?
Para nada. Hay dos cosas que puede hacer
un apellido: aplastarte o darte ganas de ser mejor, en este caso que el abuelo.
Y eso fue lo que pasó. Yo veía en la casa del abuelo todos los premios que
había ganado, y me dije que no podía hacer cine, porque él ya lo hizo todo.
(Además, mis padres también se dedicaron al cine.) Enseguida pensé que tenía
que abrir mi propia ruta. Hago periodismo, que es mi carrera, y estoy muy
orgulloso de mi abuelo y de mi apellido, pero también construí mi nombre, que
es Diego. Buñuel, pero Diego.
¿Tienes
alguna anécdota que recuerdes especialmente de él?
Le fascinaban las armas. Es posible que
por esa razón a mí también [risas]. Tenía una colección de veinte rifles, diez
pistolas, y cuando yo era niño me las enseñaba en su oficina o nos íbamos a
disparar. Un arma es excitante: hace ruido, tiene un olor particular, puedes
tocar algo a veinte metros de un disparo… La tragedia de mi vida es que mi
abuelo murió cuando yo tenía ocho años; me hubiera gustado haber tenido once o
doce, porque a esa edad ya podría haberle hecho preguntas más interesantes.
¿Tu
madre está ya más tranquila?
Sí, ahora que ve lo que hago. Pero cuando
he venido a México para grabar algo sobre los narcos, se pone muy nerviosa.
Nunca está ganada esa batalla con las madres.
(Publicado
originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras
Libres, el 26 de octubre de 2009.)
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