Jorge
Herralde acaba de celebrar con una gran fiesta los cuarenta años de Anagrama.
Motivos tiene: sigue estando en primera línea de las editoriales independientes
sin bajarse del burro del afán por la excelencia.
Esta entrevista se realizó en México,
donde acudió a las conferencias conmemorativas de los tres cuartos de siglo del
Fondo de Cultura Económica. Allí habló de la relación entre editor y autor,
algo que en los últimos tiempos le ha dado algún disgusto: un gran grupo
editorial le arrebató este verano a uno de sus autores-insignia, Enrique
Vila-Matas, a golpe de talonario. Herralde se lo toma con mucha filosofía, sin
rencores aparentes. Era difícil aguarle el cumpleaños, con semejante catálogo.
¿Cuál
es el secreto de la aparente lozanía de Anagrama?
No es aparente sino real. El espíritu de
curiosidad por una parte y de rigor por otra, además del efecto acumulativo,
creo yo, de lectores del sello. Parece una presunción, pero lo que intenta todo
sello literario es que transmita el mensaje de que todo lo que edita es
estrictamente por razones literarias y no por ninguna desviación financiera.
Esto también conforma una especie de paraguas protector para los jóvenes
autores desconocidos. En nuestro caso, donde están Paul Auster, Bolaño o
Nabokov, un Kiko Amat o una Berta Marsé se sienten menos desprotegidos.
Quiere
decir que no tendrá veleidades típicas de la crisis de los cuarenta.
Yo no las he tenido. Pude haber tenido
errores, haber pensado que un libro era mejor de lo que era, pero creo que la
lectura atenta del catálogo demuestra que se ha sido fiel a este espíritu de
excelencia. El autor puede hacer toda clase de gorgoritos y aspavientos
proclamando sus muchas virtudes, pero finalmente, la respuesta está en el
catálogo.
¿Alguna
decepción o fracaso?
Decepción relativa, sí: haber publicado a
demasiados “grandes autores minoritarios” con la esperanza de que alcancen el
público que merecen, por ejemplo Giorgio Manganelli, Gesualdo Bufalino o
Rodolfo Wilcock, sin ningún gran éxito. A cambio, hay sorpresas agradables, por
ejemplo Patrick Modiano. Si no el mejor escritor francés, uno de los tres
mejores, Modiano había tenido en España muy mala suerte; se habían publicado
bastantes de sus libros en excelentes editoriales, como Alfaguara, Seix Barral
o Debate, y fue un desastre. Hace unos dos o tres años leí un libro suyo
autobiográfico, Un pedigrí, muy seco
y descarnado, que me pareció una joya. Decidí publicarlo por tenerlo en el
catálogo, pasara lo que pasara. Ya todo el mundo lo había dejado como un caso
imposible, con razón, y de repente, hubo un redescubrimiento: pasó de vender
quinientos ejemplares en otras editoriales a vender dos mil. Tampoco es que
fuera un bestseller, pero con la
siguiente novela que le publiqué, En el
café de la juventud perdida, se produjo un flechazo con el público lector.
Hicimos cuatro ediciones con doce mil ejemplares y en Gallimard, su editorial
original, todavía no se lo creen. Ahora bien, estos autores que te he dicho
antes, aunque sean minoritarios, para un determinado lector son fundamentales;
por ejemplo, La sinagoga de los
iconoclastas, de Rodolfo Wilcock, para Roberto Bolaño fue un libro de
cabecera, y La literatura nazi en América
está directísimamente emparentada con él.
¿Pasó
lo mismo con McEwan, esto que cuenta de Modiano? Porque empezó publicando en
Tusquets, ¿no?
No, no. Yo publiqué su primer libro, que
he reeditado hace poco, Primer amor,
últimos ritos, y quizá porque éste me había gustado tanto, su primera
novela, Jardín de cemento, no me
acabó de convencer y la publicó Tusquets. Luego la releí y me pareció muy
buena, pero en fin [risas], uno comete errores. He publicado absolutamente todo
McEwan salvo ese error de semi-juventud. Una de mis mayores alegrías
editoriales es precisamente haber publicado a lo que yo bauticé un poco en
broma el British Dream Team, que
entonces eran unos jóvenes apenas treintañeros, a muchos de los cuales empecé a
publicar incluso desde su primer libro de cuentos, lo que era casi una herejía
para los editores serios. Se fueron implantando en el público, y treinta años
después siguen estando en primerísima línea de la literatura contemporánea
mundial, cosa muy inusual, porque muchas veces se dan generaciones
brillantísimas pero no persisten tanto en el tiempo. Curiosamente, de los “tres
tenores”, Barnes, Amis y McEwan, es este último quien hizo una especie de sprint y es el autor con más lectores no
sólo en Inglaterra sino también en Estados Unidos.
¿Hay
alguna diferencia en la relación con esos autores anglosajones con respecto a
los autores hispanoamericanos?
De entrada, una fundamental: que están
más lejos, es decir, no le llaman a uno de madrugada diciendo que no hay libros
suyos en las librerías. Por lo demás, tengo muy buena relación con ellos. Además,
estos autores son muy admirados y leídos no sólo en España sino en toda América
Latina, y ellos están encantados con que les inviten a México, Argentina,
Colombia, Chile. También valoran que un editor les vaya publicando todas sus
obras, incluso alguna menor o fallida. Y bueno, lo que decía antes: les gusta
estar en un catálogo donde se encuentran a gusto con los autores que forman
parte de él.
Quizá
de lo que se queja el lector latinoamericano sean las traducciones.
Esto es una cosa recurrente y discutible,
y te lo voy a discutir ya.
Proceda.
No son discutibles los ensayos, tampoco
las novelas con poco diálogo o con diálogos “normales”, pero sí las novelas en
las que hay jerga. En ese caso, hay que optar por un tipo de slang. Para poner
un ejemplo bastante contundente, el traductor de Irvine Welsh, cuyas
traducciones han sido las más atacadas, optó por un dialecto del mundo de la
droga; si los argentinos o los mexicanos lo entienden poco, yo diría que menos
lo entienden los londinenses leyéndolo en ese inglés-escocés-drogata que
utiliza Welsh. De hecho, cuando se estrenó en película Trainspotting, en
Estados Unidos salió con subtítulos. Por otra parte, igual que en España, con
un poco de buena voluntad, entendíamos en su época “el saco y la pollera” de editoriales
como Losada o Sudamericana, se puede entender que “follar” no es ir a misa.
¿Con
qué tiene que lidiar un editor independiente hoy que hace cuarenta años no
existía?
Es muy distinto. Entonces el mercado no
existía todavía. Yo recuerdo que los libros de la Biblioteca Breve de Seix
Barral, la colección estrella de la mejor editorial de los sesenta, muy
raramente se reeditaban –y tiraban tres mil ejemplares. Es a mediados de los
años ochenta que los autores empiezan a vender bien. Antes, los escritores no
vendían –excepto uno, visible y estentóreo: Gabriel García Márquez. Se luchaba
contra la censura, que era arriesgado pero muy gratificante; era un enemigo
perfilado, odioso, horroroso, un poco torpón en sus últimos tiempos…
En
mi caso, las finanzas, que en la primera década estuvieron entre precarias y
menos que precarias, empezaron a asentarse a partir de los ochenta, cuando
empecé la colección “Contraseñas”, de la llamada “narrativa salvaje”, con
autores como Bukowski o Hunter S. Thompson. Luego inicié, en los noventa, la
colección “Panorama de narrativas” de literatura traducida, al principio con
autores casi desconocidos, y tuve la suerte de que los bestsellers fueran de excelentes autores; es decir, no fui a buscar
autores muy comerciales para equilibrar las finanzas. Para entonces, ya quedó
diseminada “la peste amarilla”, como la denominó el viejo Lara.
Bueno,
Planeta no se puede quejar, que algún autor se ha llevado…
De la “peste amarilla”, no. Se ha llevado
uno, y ahora, que es Vila-Matas. En realidad se han ido pocos, pero se pueden
ir más, estando como están el mundo y el mercado. En cualquier caso, yo diría
que la fidelidad ha sido bastante alta, y sería estúpido pretender una
fidelidad con mayúscula, con todas esas tentaciones, agentes azuzando, premios
literarios, anticipos enormes… De todas formas, los pocos que se han ido eran
autores a los que Anagrama les pagaba grandes anticipos que ya no cubrían; si
se van con un gran grupo que llega a multiplicar por cuatro esos anticipos… es
muy humano.
No
es que los grandes grupos sean el demonio en persona, pero su posición en el
hábitat de la edición hace que necesiten sostener unas cargas de estructura muy
grandes, unos beneficios absolutamente fuera de lugar, y esto propicia la
banalización de la cultura, porque han de publicar libros no importantes, por
decirlo de una forma suave, de rotación rápida. Ahora bien, también existe una
serie de lecteurs forts como dicen en
Francia, que posibilitan la existencia tanto de editoriales independientes veteranas
como de una pléyade de nuevas editoriales muy literarias, y sobre todo, existen
librerías que gracias al precio único no se han sumido en la desbandada, como
ha pasado en Estados Unidos y el Reino Unido.
Son
los grandes grupos, entonces, el malo de la película, mucho más que los
agentes.
Bueno, algunos agentes literarios y
algunos grupos hacen una pinza con muy pocos escrúpulos, considerándolo todo
una mercancía.
¿Cómo
se sintió personalmente ante la marcha de Vila-Matas?
Bueno, está dentro de una normalidad…
indeseada. Pero mira, yo he publicado a Vila-Matas durante veinticinco años.
Hablamos de un Vila-Matas que publicó cuatro libros con un fracaso estrepitoso
–dos en Tusquets, donde luego ya no lo quisieron, y dos en editoriales
minúsculas. Empezó a publicar con nosotros y durante casi veinte años fue
subiendo lentamente, a base de buenas críticas y de convertirse en autor de
culto. Hasta Bartleby y compañía no hubo una eclosión y empezó a venderse –como
veinte mil ejemplares. Lo animé a que se presentara al premio, lo ganó, y
llegamos a publicar sus cuatro o cinco últimos libros. Tras el pináculo que
fueron Bartleby... y París no se acaba nunca, en los tres
últimos libros había habido un declive de ventas claro. Hay que decir que de
los anticipos que le pagábamos en cuanto empezó a vender, no se recuperaba ni
la mitad. En el momento en que él tomó a una agente, muy codiciosa y muy
conocida, ya preví el desenlace. Esta agente me mandó la novela y me dijo:
“también la presentaré a otras editoriales, porque Vila-Matas quiere saber cuál
es su valor en el mercado”, y le contesté: “me parece muy bien, pero te
referirás al mercado de las subastas, porque el mercado de las ventas reales él
ya lo sabe”. Con Vila-Matas siempre habíamos hecho lo mismo desde que empezó a
vender: él me decía lo que quería cobrar y yo se lo pagaba, y así se lo reiteré
a la agente, para que se quedara a gusto en Anagrama. La cantidad que dio era
astronómica y… son cosas que pasan. En realidad no me afectó mucho, incluso te
diría que si tuviera un director financiero, estaría aplaudiendo su marcha.
¿Cuándo
diría que se disparó esta burbuja de adelantos exorbitados?
Tiene una fecha bastante precisa, y es a
finales de los ochenta, cuando se produjeron las grandes concentraciones editoriales.
Planeta absorbió editoriales tan importantes como Seix Barral o Destino, y se
creó esta especie de extraño engendro Random-Mondadori-Bertelsmann, que también
compró editoriales prestigiosas como Lumen o Plaza y Janés. Tenía razón José
Manuel Lara Jr. una vez que me dijo: “claro, somos tan gigantescos, que nos
movemos un poco y aplastamos a alguien”.
¿Quién
le ha querido comprar Anagrama?
Prácticamente todos. El primero fue José
Manuel Lara padre, que dijo en televisión: “yo quiero comprar Anagrama pero con
Herralde dentro”. También se interesaron franceses e italianos (Hachette,
Bompiani), pero la respuesta siempre fue la misma: Anagrama no está en venta.
Luego uno no puede impedir las leyendas urbanas, y desde hace veinte años se
dice que si Anagrama y Planeta tal o cual, y nunca hemos tenido la menor
conversación. Las opiniones que he vertido sobre Planeta últimamente creo que
demuestran que es una leyenda urbana, tenaz pero leyenda.
¿La
competencia son colegas o son enemigos?
Cuando empecé a editar, no se nos pasaba
ni por la cabeza que pudiéramos ser enemigos ni competidores. En aquel
entonces, un grupo de ocho editores incluso montamos una distribuidora común,
Distribuciones de Enlace –con Carlos Barral, Beatriz de Moura, Josep María
Castellet, etcétera–, que creaba esta sensación de que éramos cómplices. Sí hay
el pacto no escrito, que nosotros seguimos a rajatabla, de no buscar jamás a
ningún escritor publicado por una editorial independiente donde se sienta a
gusto. Un ejemplo es la mujer de Paul Auster, Siri Hustvedt, una excelente
novelista que publicaba en la editorial Circe, de una buena amiga mía: hasta
que Hustvedt no quiso salir de esa editorial, yo no le ofrecí publicar en
Anagrama.
¿Le
hace caso a Mario Muchnick cuando dice que no hay que hacerle caso a los
críticos?
Mario Muchnick, a quien quiero mucho, a
veces tiene afirmaciones un poco atrabiliarias. Si lo que quiere decir es que
el papel de la crítica actualmente es mucho menos importante que hace décadas,
tiene razón. Es decir, se ha perdido un poco el mandarinato. Por poner un
ejemplo, El País en los años ochenta,
en todo su esplendor, con Rafael Conte en todo su esplendor, influía
tremendamente en las ventas. A Conte, que era un crítico excelente y un gran
amigo mío, de cuando en cuando le gustaba dar la campanada, y a mí me pasó con
varios títulos, uno de ellos Bella del
Señor, de Albert Cohen. Lo publicamos coincidiendo con la Feria del Libro
de Madrid, y en esos días salió una página entera de El País con la crítica de Rafael Conte: “la mejor novela de amor
del siglo”. Pues bien, a la caseta venía gente pidiendo el libro con el recorte
de Conte en la mano. Un libro cuyo destino hubiese sido vender dos o tres mil
ejemplares, vendió unos cincuenta mil.
Es
Jorge Herralde, es el año 2009 y tiene cuarenta años menos. ¿Fundaría Anagrama
hoy?
Fundaría otra Anagrama. Aquella cosa tan
revulsiva, tan heterodoxa, tan radical políticamente, ahora no tendría sentido.
El mundo ha cambiado mucho, pero literariamente sí sería una cosa muy parecida.
¿A
qué editorial joven se parecería?
Se parecería a Anagrama [risas]. Hay
editoriales jóvenes excelentes que han aparecido en los últimos años, y entre
ellas yo destacaría Libros del Asteroide o Minúscula. Yo les digo que están
condenados a la excelencia: su única defensa es publicar libros buenos y que la
gente sepa que ahí hay alguien pensando en la buena literatura. Si empiezan a
dar palos de ciego, se acaba la historia. ~
(Publicado originalmente en la edición española de Letras Libres, núm. 97, octubre de 2009.)
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