Después de un rato en el hospital, y más si es de visita, a una tiende a quitársele tonterías. Ahí está, cerniendo, lo que da sentido a la vida: su final, y cuando éste se cuela en el pensamiento, las quejas superfluas dejan paso a otro deseo: que no llegue nunca. "Un animal prodigioso con la delirante obsesión de querer perdurar"...
El hospital en el que Carlos Azar entretiene la incertidumbre con su sonrisa suprahumana es, por lo demás, obsceno por varias razones. Una, porque reluce sobre una barranca a la que le crecieron cientos de casas malcolgadas y malpintadas que se dirían de arrabal de Sâo Paulo, si no de ciudad africana. Otra, porque siendo uno de los hospitales más caros de la ciudad, hay que esperar algunas horas para hacerse una prueba y muchas más para que el doctor la revise y explique. Mientras tanto, eso sí, entran y salen guapas y simpatequérrimas doctoras y enfermeras, como para tranquilizar... y poco más. Tan útiles como aquellas cuidadoras del hospital de Calcuta donde internaron a Devanna, descalzas por las habitaciones con su sari verde y malva, cuyo único cometido era dar agua a los enfermos y acariciarles la frente.
En fin, que el primero de septiembre nunca fue un día alegre en el calendario.
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