miércoles, 9 de septiembre de 2009

Claudio Esteva Fabregat, antropólogo y pasajero del 'Sinaia'


“Yo no creo que un hombre se haga en la guerra”

El doctor Esteva Fabregat nació en noviembre del 18, y su biografía incluye la fundación de la primera Escuela de Antropología de España, en los sesenta, y una estrecha colaboración con Erich Fromm en los cincuenta. Triunfos para un perdedor de la guerra: había militado en las Juventudes Socialistas y luchado en el desgraciado frente de Aragón. Antes, fue juvenil del Barça por dos días: “Supimos del levantamiento el domingo 19 de julio, y yo había firmado la ficha de profesional el viernes anterior”. Después, lo esperaba el campo de concentración francés de Saint-Cyprien. De él salió con un pasaje en el Sinaia, el primer barco de refugiados españoles que llegó a Veracruz, hace setenta años. En México sentó las bases de su carrera académica. ¿Y la futbolística? “Que le cuente cómo lo llamaban en el equipo aficionado en el que jugó en Puebla”, insta Berta, su mujer. “El Filósofo”: siempre andaba hablando de clásicos griegos, o convenciendo a los árbitros con críticas a la razón práctica.

¿Cómo es que nació en Marsella?
Ahhh, porque mis padres fueron a visitar a un hermano de mi madre, y ella, entonces embarazada, había calculado mal. Pasó la cuarentena en Marsella conmigo y luego volvimos a Barcelona. Fui francés cuarenta días.

¿Qué imagen guarda de los dieciocho días de travesía en el Sinaia?
En el barco, por primera vez en algunos años disfruté la sensación de libertad, y puedo identificar la experiencia del viaje, comparada con la guerra y el campo de concentración, como unos días de reposo. Por otra parte, en aquel momento ya pensábamos en otras urgencias: saber todo lo posible sobre México. Cada día en el Sinaia se publicaba un boletín de información en ciclostil y se nos daban pláticas sobre el país. Por ser refugiados políticos, pedíamos información sobre la revolución mexicana. Yo no había leído mucho sobre el tema, pero había dos personajes que nos impresionaban especialmente: Pancho Villa y Emiliano Zapata.

¿A qué se refiere con “sensación de libertad”?
Bueno, fue un modo de entrar en comunicación con otras experiencias. La idea principal era olvidar. Todo.

¿Qué todo es ése que quería olvidar?
El hecho mismo de la guerra, algo que impresiona muchísimo.

¿Usted vio a gente morir?
Oh, claro que vi, muchos. Y estallar las granadas de las bombas en compañeros de la unidad militar. Lógicamente, si entrábamos en combate había muchas bajas.

¿No siente que los franceses traicionaron a la II República?
Yo creo que los franceses estaban también divididos en izquierdas y derechas. Su izquierda iba a ser también derrotada y cuando llegamos, la mayor parte de la gente nos repelía. Francia e Inglaterra nos abandonaron. No fue traición, propiamente: pensaban que si ganábamos nosotros, ganaba el comunismo.

Usted dijo que México le había marcado más que la guerra civil. ¿Tanto así?
Me refiero a que llegué a México con veinte años, y a esa edad no hay nadie que esté completo. Yo no creo que un hombre se haga en una guerra, sino antes o después. Y la principal experiencia formativa la tuve en México. Esto me hizo más mexicano que español en aquel momento.

Y hoy, ¿es más mexicano o más español?
No tendría sentido decir que soy más mexicano que español, porque soy una persona culturalmente mestiza, y uno tiene familia en los dos sitios. Puedo ir a España y sentirme bien, y al mismo tiempo sentir nostalgia de México.

Cuénteme, ¿por qué volvió a España en los años sesenta?
Porque las organizaciones políticas desde el interior de España nos reclamaban que volviéramos para ayudarlos a combatir al régimen. A los exiliados se nos acusaba de haber perdido la idea. En México se dio una división de pareceres entre los que triunfaban económicamente, que querían quedarse, y los que sentían la obligación moral de volver. Volvimos para influenciar, para contribuir a destruir la falsa información que se había dado sobre la República.

¿Cómo vio España en esos años?
Triste. Sobre todo Barcelona. Pero uno se preguntaba si la visión que tenía de España era diferente porque la estaba viendo veinte años después. Es decir, que esta imagen es muy relativa.

¿Cuándo regresó a México?
Hace siete años. Yo ya había cumplido mis compromisos en España, y compañeros míos de aquí me ofrecieron un lugar donde trabajar.

Cualquier otro, con 83 años, se hubiera retirado a una playa del Mediterráneo…
[Risas] No tanto, no tanto… Mire, hay maneras de ser. A mí me gusta estudiar, pensar, escribir, y las playas no me atraen mucho.

¿No cree que la historia del exilio en México sigue sin conocerse bien en España?
Es ahora, cuando la tercera generación desde la guerra civil ha accedido al gobierno –y me refiero al de Rodríguez Zapatero–, que se empieza a revivir lo que se llama la memoria histórica. Todavía, cuando se abren fosas de fusilados, hay muchos testigos del mismo pueblo, ya ancianos, que no quieren opinar porque tienen miedo. Cómo va a hablarse del exilio de México, si durante cuarenta años la gente ha estado perseguida. Ahorita, precisamente, recién empiezan a atreverse a contar. Naturalmente, cuando se habla de memoria histórica surgen todos los conservadores, que son muchos, y dicen que recuperar la memoria histórica es reproducir la idea de la guerra civil.

Bueno, dicen que las barbaridades durante la guerra se produjeron de ambos bandos, no sólo del vencedor.
Sí, y es verdad que hubo persecuciones del lado republicano, pero éstas eran reacciones al levantamiento militar. Hay que tener en cuenta que en el momento del golpe la mayor parte de las fuerzas armadas se sumó a él, dejando a la República sin fuerzas para reprimir los desmanes que se producían en la retaguardia.

No los estará justificando…
No, no: fueron movimientos de reacción, y no podían ser castigados por las autoridades republicanas porque habían quedado totalmente desarmadas. Hasta más o menos septiembre del 36 no se pudo recuperar un poco de orden en la retaguardia. Los que cometían desmanes lo hacían por su cuenta, mientras que el régimen franquista lo hacía por medio de leyes.

Volvamos a México. ¿Qué le sorprendió más al llegar?
Sobre todo, la manera de hablar: había muchas palabras cuyo significado no sabíamos y nos hacían albures cuando preguntábamos qué querían decir. Y también, la forma urbana, sobre todo el zócalo, primero de Veracruz y luego de la ciudad de México, donde me tocó ir cuando nos distribuyeron. Una vez en México, nos llevaron al Refugio, apartamentos que habían alquilado las autoridades de la República en el exilio.

¿Y ahí le dieron trabajo?
El trabajo se lo fue buscando cada uno por su cuenta. Entre tanto, nos daban un subsidio de un peso con cincuenta para cada soltero. Íbamos juntos cuatro o cinco a un chino de la calle Bolívar, entre El Salvador y Uruguay, donde daban una comida corrida por 65 centavos. ¡Todavía nos sobraba dinero!

¿Y cómo salió adelante?
En mi caso, junto con otros catalanes, fui al Orfeó Català, donde nos recibieron muy bien los antiguos residentes, y allí fue donde empezó a formarse “la red”: un viejo residente le daba empleo a un recién llegado, éste hacía correr la voz entre sus amigos y se ponía en marcha la bolsa del trabajo. Digamos que esta bolsa estaba basada en relaciones de grupo “étnico”: los catalanes por una parte, los vascos por otra, los gallegos por otra…

¿Los mexicanos cómo los veían?
En general, había una simpatía por nosotros. Pero sabíamos que la mayor parte de la oposición pedía al gobierno que nos expulsara del país por ser asesinos de monjas y todo tipo de barbaridades. Además había muchos gachupines –españoles que ya estaban aquí– partidarios de Franco que hicieron campaña contra nosotros.

Y de Erich Fromm, ¿qué aprendió?
Aparte de las enseñanzas académicas, aprendí a apartarme de toda teoría ortodoxa: habíamos llegado a la conclusión, a lo largo de muchas conversaciones privadas, de que el siglo XX era el de las matanzas múltiples por culpa de las ideologías. Y muy importante: aprendí a conversar de una manera menos apasionada, a usar la razón crítica no como instrumento de lucha, sino de persuasión.

Tiene usted 90 años. No se aburre uno de vivir…
Al contrario. Más bien quisiera vivir toda la vida, y esto no va a ser posible… Pero no, no tengo ningún problema; cuando me llegue el momento, creo que no me voy a enterar.~

(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 9 de septiembre de 2009.)

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