lunes, 17 de septiembre de 2018

el verano en lecturas


– Feministas serias y varias: Mary Beard (Mujeres y poder), Camille Paglia (Feminismo pasado y presente) y Virginie Despentes (Teoría King Kong). Dispara mi interés la presentación del número de julio de Letras Libres española, porque básicamente me entero de poco cuando las #abanderadas hablan y quiero aprender. La invitada especial al acto dice algo así como que estas francesas y las firmantes de este manifiesto pertenecemos a otra cultura anterior y nos gusta que nos toquen el culo. Lo primero no lo sé, de lo segundo estoy segura. Madrid un viernes de verano y todo lo que ello implica, en suma.

Fariña, de Nacho Carretero. Llega a mis manos gracias al periodista Antonio Rodilla, que tuvo la amabilidad de comprármelo antes de que el embargo de una juez lo desapareciera de las librerías justo hasta este verano. Ese jueves arrancó temprano, en un Foro Atlántico de la Casa de América capitaneado por Mario Vargas Llosa en el que imaginé encajar perfecto a Ricardo Cayuela. (¿Y si volviéramos a Madrid?) Leo Fariña en dos golpes de tren –Madrid-Barcelona, Barcelona-París– y me deja el buen sabor de boca del trabajo bien hecho.

Un buen tío, de Arcadi Espada. Lo leo en París, que es donde deberían leerse todos los libros de Espada. Se ha hablado poco de este libro, imprescindible como todos los suyos, por fondo y forma. El silencio en el principal periódico del idioma es comprensible, porque lo atañe muy precisamente: no es tanto la historia de Francisco Camps como la historia de una mentira repetida y aumentada durante 169 portadas de el periódico El País (a cuyos mandos llegó esta primavera de nuevo aquel equipo de los años 2009-2012, los de la foto falsa de Chávez, dichoseadepaso). Tengo la suerte y el privilegio de disfrutar de la amistad del autor, así que puedo comentarle en persona que el título me parece desafortunado, que llama a confusión y camufla la enorme lección de periodismo que es en realidad. "El título es un título de puta madre", zanja la cuestión delante de los arroces de colores de Sánchez Romera. Y yo quiero vivir en Barcelona de pronto porque Barcelona –soberbia mía– nos necesita.

El niño que fuimos, de Alma Delia Murillo. Porque mi corazón veleidoso también necesita novelas y las leo mejor en la playa. Me interesaba el humor y las maneras de Alma Delia desde hace mucho, pero fue con el temblor que trabamos amistad (ambas participamos en Tiembla, el libro coordinado por Diego Fonseca para la editorial Almadía, cuyos beneficios van a la reconstrucción de espacios culturales en Oaxaca, una de las zonas más golpeadas por los terremotos de septiembre pasado). Su lucidez me golpea en el lugar donde mi infancia se hace carne y me hace llorar.

Mis rincones oscuros, de James Ellroy. La reedición de Penguin Random House. No sé cómo había podido vivir sin este libro. Ya está en la lista de imprescindibles que le doy a mis alumnos.

En defensa de la Ilustración, de Steven Pinker. La tarde en que lo compro, en Callao, me mete mariposas en el estómago. (¿Y si volviéramos a Madrid?) La lectura a medias –me di cuenta de que lo olvidé en Punta Umbría cuando ya estaba a seiscientos kilómetros– me deja el sabor de una cita frustrada. El libro me lo recomendó Arcadi vehementemente: "Debería ser lectura obligatoria en los institutos". También lo creo.

Verano dulce, deja tu luz con nosotros. Hasta la próxima.

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