jueves, 5 de diciembre de 2013

'El principito': un clásico que nació por encargo

El principito fue el libro más raro de todos los que publicó en vida Antoine de Saint-Exupéry (Lyon, 1900 - Mediterráneo francés, 1944). Para empezar, a diferencia de sus textos anteriores, en su tiempo no fue best-seller ni la crítica lo acogió con entusiasmo. Enorme paradoja: convertido en uno de los títulos más vendidos y traducidos de la historia de la literatura, empañaría, a la postre, la memoria del resto de su obra.
            El aviador que había transportado el correo desde Francia al África del Norte sobrevolando el Sáhara insurgente; el pionero que había ayudado a abrir la línea entre Argentina y Chile a través de los Andes, en una época en que los aparatos sólo ascendían hasta los 3,000 metros; el piloto de guerra que, desde el aire, vio cómo los alemanes entraban en Francia en 1940 como el torrente de un río desbordado; el hombre de acción, pues, que había contado sus peripecias en El aviador, Correo Sur, Vuelo de noche, Tierra de los hombres y Piloto de guerra, de pronto escribía un cuento para niños, melancólico y tierno, lleno de simbolismo.
            Ese simbolismo, que lo convierte en una obra universal, no impide que El principito, al igual que toda la producción de Saint-Exupéry, también sea retrato fiel de su autor, quien tantas veces había dicho no poder escribir sobre nada que no hubiera visto. Así, cada metáfora de El principito encierra alguna idea ya presente en sus anteriores libros o algún dato rastreable de su vida, empezando por el propio pequeño príncipe. De familia aristócrata –su apellido, con título de conde, se remonta al siglo XIII–, a Saint-Exupéry lo llamaban "el Rey Sol" de pequeño, por el color de su cabello, y en alguna carta confesó que pensaba en sí mismo como un niño de rizos rubios mientras el espejo le devolvía la imagen de un oso gigante y calvo.
            Al ver a Saint-Exupéry dibujando a este petit bon-homme, como él lo llamaba, en una servilleta, su editor americano, Curtice Hitchcock, le preguntó qué le parecería escribir la historia de ese hombrecito para un cuento infantil que se publicaría en la Navidad de 1942. Sí, otra circunstancia fundamental que hoy se olvida: El principito fue un libro de encargo.
            Saint-Exupéry lo terminó durante el exilio forzoso que pasó en Nueva York, angustiado por la situación de la Francia ocupada –algo que reflejaría en Carta a un rehén–, con problemas de salud derivados de sus accidentes –uno de ellos, en el desierto de Libia, en 1935, igual que el del piloto que encuentra al Principito–, profundamente apesadumbrado. Son de los pocos meses donde convive intensamente con su mujer, la asombrosa y voluble Consuelo, con la que se había casado en 1931 y en la que no es difícil distinguir a la rosa del asteroide B 612.
            Saint-Exupéry nunca vio el éxito que obtuvo su pequeño príncipe. En 1943, consiguió milagrosamente que lo dejaran participar en la Segunda Guerra Mundial haciendo lo que más le gustaba -volar- y fue asignado bajo el mando aliado a la división II/33, en Argelia. El 31 de julio de 1944, despegó a bordo de su Lightning P-38, en el que su cuerpo maltrecho apenas cabía, y desapareció. Hoy se conocen las circunstancias de su muerte: su avión fue derribado por el piloto alemán Horst Rippert y cayó frente a las costas de Marsella, de donde se recuperaron los restos metálicos en 2004, pero durante medio siglo largo, fue un misterio que adornaba perfectamente el final del Principito, desvanecido sobre la arena.


(Publicado originalmente en Esquire México, especial The Big Watch Book, núm. 2, 2013.)

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