Los
violines de Saint-Jacques. Una historia antillana
Patrick Leigh Fermor
Tusquets, Barcelona
Trad. de Silvia Barbero Marchena
168 pp. 14 €
Hay que celebrar que Tusquets edite Los violines de Saint-Jacques, pese a no
ser una novela de altos vuelos, porque sirve de agradable puerta de entrada a
la vida y los libros de Patrick Leigh Fermor, un autor tan fascinante como poco
traducido al español. Nacido en Londres al año del inicio de la Gran Guerra,
mitad inglés, mitad irlandés, su nombre y su obra van unidos, como los de
William Somerset Maugham o D. H. Lawrence, al generador de literatura por
excelencia: el viaje.
Los violines de Saint-Jacques, publicado
por primera vez en 1953, es precisamente el fruto de ficción de uno de sus
periplos: el que le llevó por las Antillas a finales de los años cuarenta y que
recogió con la puntualidad del buen cronista en su primer libro, titulado
oportunamente The Traveller’s Tree
(Londres, John Murray, 1950). En la novela, el narrador –inglés– conoce a una
elegante pintora francesa, Berthe de Rennes, que vive retirada en Lesbos –no
por casualidad, según vamos descubriendo su carácter–, y que acaba contándole
los conflictos melodramáticos de los habitantes de la isla de Saint-Jacques,
donde vivió en su juventud como institutriz de la familia Serindan, conflictos
que tendrían un desenlace trágico e inesperado la noche del martes de carnaval.
La
historia, que va ganando intensidad conforme pasan las páginas, es sobre todo
el vehículo para recrear el ambiente de las islas antillanas francesas a
principios de siglo, un mundo dominado por decadentes aristócratas nostálgicos
del Segundo Imperio, enfrentados a los funcionarios de la Tercera República, y
mezclados con el color, calor y olor de los negros que llegaron de África como
esclavos hasta el siglo xix: todo bajo la continua amenaza de erupciones
volcánicas, terremotos y tifones. Leigh Fermor tiene la destreza narrativa de
bosquejar un cuadro verosímil a partir de un argumento sencillo, mezclando
datos históricos, relatos de los antillanos y experiencias vividas por él mismo.
De
hecho, un trabajo divertido y fructífero es leer la novela a la luz de The Traveller’s Tree, buscando en la
crónica del viaje las claves que sugirieron la ficción. Así, puede descubrirse
que la imaginaria isla de Saint-Jacques se inspira en la ciudad martinica de
Saint-Pierre, cuyas fiestas de carnaval eran rememoradas por antiguos viajeros,
como Lafcadio Hearn, y que fue destruida por completo en 1902 por la erupción
del Mount Pelée. O que es cierto que La Deseada servía de confinamiento a los
leprosos, y que entre el pueblo martinico se cuenta cómo un grupo de ellos
escapó una noche de carnaval, se mezcló tras disfrazarse con la gente
desprevenida y dejó su huella fatal en más de un caso. O que Beauséjour, el
nombre de la mansión de los condes de Serindan, era una casa construida en las
faldas del Mount Pelée cuyo ambiente impresionó tanto a Leigh Fermor que
afirmó: «Aquella casa, aquellas luces y voces y flores y olores y sonidos, así
lo sentí, me daban una oportunidad de comprender la atmósfera, el alcance y las
costumbres de la vida criolla en las Antillas mejor que una biblioteca llena de
memorias y crónicas»1. Por cierto, que entre todos los detalles que recuerda,
destaca «la voz vivaz y el discurso ingenioso y civilizado» de su anfitriona,
Madame de Lucy de Fossarieu. ¿El modelo para Berthe de Rennes? Es posible.
Por
lo demás, la novela puede disfrutarse por sí misma en un rato de domingo, y sin
duda tiene momentos deliciosos, como la descripción de la mesa dispuesta para
la fiesta, el detalle de los nombres grecolatinos de los sirvientes negros o,
sobre todo, el apoteosis del baile de máscaras, ese enjambre moviéndose
sicalípticamente al son de los violines bajo las lámparas de cristal y los
rugidos inexorables del volcán. Con respecto a la estructura, es admirable
cómo, a pesar de ir anunciando la verdadera tragedia desde del principio –ya en
la página 19: «sobre la ausencia del nombre de Saint-Jacques en los atlas [...]
no hay por desgracia ningún misterio»–, Leigh Fermor consigue despistar al lector
con las pequeñas disputas románticas de los habitantes de la isla, que no hacen
sino contribuir a la idea final: la fragilidad de la vida humana y sus fútiles
afanes.
Cabe
destacar también los retratos de los personajes, desde la temperamental Berthe,
conductora del relato, hasta el encantador capitán Henri Joubert, pasando por
la hermosa y consentida Joséphine, el trasnochado conde Agénor –con cuyo nombre
completo se divierte el autor: Raoul-Agénor-Marie-Gaëtan de Serindan de la
Charce-Fontenay– o el vulgar Marcel Sciocca. La empatía que demuestra
Leigh-Fermor con cada uno de ellos, siendo cruel pero disculpando sus defectos,
no impide que rocen el arquetipo. El hecho de estar tan bien perfilados los
hace perfectamente dramatizables, y quizá fuera esa la razón por la cual
Malcolm Williamson decidió convertir la novela en una ópera en 1966.
El
mejor Leigh Fermor reside tanto en las descripciones como en los retratos de
los personajes o en el vitalista sentido del humor. Su cima como escritor
llegaría con El tiempo de los regalos
y Entre los bosques y el agua
(Península, 2001 y 2004, respectivamente), referentes declarados de escritores
como su amigo Bruce Chatwin, cuyas cenizas –valga la pena mencionar– están
esparcidas cerca de la casa de Patrick en el Peloponeso. Esos dos magníficos
volúmenes recogen, a la manera de Robert Byron viajando por Afganistán, la
travesía que hizo, ¡a pie!, desde Holanda a Estambul a los dieciocho años,
recién ascendido Hitler al poder, recorriendo, sin saberlo entonces, un mundo a
punto de extinguirse.
Después
de editar sus mejores notas de viaje en el libro Words of Mercury (Londres, John Murray, 2003), los seguidores de
Leigh Fermor esperan que sus noventa y un años den de sí como para escribir el
tercer volumen prometido tras Entre los
bosques y el agua, y que incluiría la principal hazaña de su vida, la
verdaderamente histórica: la liberación de la isla de Creta, entonces en manos
de los nazis, por la que obtuvo una medalla en la Segunda Guerra Mundial y que
llevó al cine el director Michael Powell en 1957 (Emboscada en la noche, con Dick Bogarde en el papel de Paddy Leigh
Fermor).
Si
bien a los lectores más exigentes les parecerá demasiado leve, al menos por ser
la mirada de su autor una de las más valiosas de su tiempo, sería una pena que
esta novela pasara inadvertida entre las novedades editoriales.
(Publicado originalmente en Revista
de Libros, núm. 122, febrero de 2007.)
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