SÁBADO
Ian McEwan
Anagrama, Barcelona
Trad. de Jaime Zulaika
328 pp. 18 €
Sostiene Ian McEwan (Aldershot, 1948) que
Sábado, su última novela, no
existiría sin el 11-S ni el clima de inseguridad mundial posterior. Pese a
esto, y a que la historia arranca con el protagonista contemplando pasmado cómo
un avión en llamas cruza el cielo de Londres, no se trata de un libro
oportunista, puesto que los atentados terroristas no intervienen en la trama
más que de telón de fondo. Sí es primordial, sin embargo, la elección de un
solo día –el 15 de febrero de 2003, el de las manifestaciones contra la
inminente invasión de Irak– como el tiempo en que transcurre la novela, porque
tal decisión condiciona su estructura, por un lado, y permite a McEwan mostrar
las diferentes opiniones que suscita esa guerra, por otro.
Sábado es, su título redunda en ello, el relato de veinticuatro horas en
la vida de un sobresaliente neurocirujano, Henry Perowne, cuya felicidad
doméstica se ve amenazada por las consecuencias de un encontronazo con tres
maleantes a causa de un accidente leve de automóvil, suceso que el
protagonista, con sagacidad, acaba resolviendo en principio. Y sólo en
principio, porque quien conoce a McEwan, miembro de esa generación-corona cuyos
diamantes incluyen a Julian Barnes, Martin Amis o Kazuo Ishiguro (el British
Dream Team de Anagrama del que presume Jorge Herralde), sabe que ese incidente
–la mota que provoca la ruptura en las vidas tranquilas de los personajes, como
en Expiación (Anagrama, 2001)– es
simplemente el anuncio de que algo peor sucederá. Con su habitual maestría a lo
Henry James para desgranar la información, McEwan va dejando pistas que
cobrarán sentido en el punto culminante, cuando el más violento de los
delincuentes, Baxter, irrumpe en casa de Perowne justo cuando su familia acaba
de reunirse. La tensión sostenida durante la escena del enfrentamiento
posterior está a la altura del clima de expectación que hasta ese momento ha
ido creando McEwan, y que mantiene hasta el final con una habilidad casi marca
de la casa.
Junto a ésta, otra destreza del autor –y
un tema recurrente, a veces central, caso de The Child in Time– es el tiempo y su manejo narrativo. La clave de
la maleabilidad de esas veinticuatro horas de Sábado –contadas en presente, acorde con su promesa de escribir una
novela sobre el hoy–,la da el personaje central:«En la introspección, un
segundo puede ser mucho tiempo».Y, efectivamente, el manejo del tiempo es
relativo: se ralentiza a través del pensamiento del personaje central y se
acelera en los momentos de acción. Es justamente el pensamiento, los procesos
del raciocinio, una pieza fundamental en el libro, aparte de otra de las
obsesiones de McEwan: «¿Llegará a saberse algún día cómo la materia se vuelve
consciente?», se pregunta en un momento dado Perowne. Y baste recordar una de
las numerosas veces que la inolvidable Briony de Expiación se refiere a los
mecanismos del cerebro: «Penetrar en una mente y mostrarla en acción, o siendo
accionada, y hacerlo con un designio simétrico, constituía un triunfo
artístico», para asociarlo inmediatamente con la profesión del protagonista de Sábado, la neurocirugía. El afán de
precisión de McEwan, en relación con esto, lo llevó a asistir durante un tiempo
a un quirófano durante seis horas al día, hazaña comparable a la de Zola
documentando su Germinal. El
resultado, unas minuciosas descripciones de operaciones cerebrales capaces de
competir con el suicidio de Emma Bovary; y no deja de tener su gracia que el
doctor Perowne mencione su recelo hacia los novelistas del siglo XIX–.
Porque si había alguna duda, queda claro
que a pesar de las circunstancias vitales similares –la madre internada en un
geriátrico, la relación con el hijo, el barrio donde vive–, Perowne no es un
trasunto de McEwan cuando empieza a hablar de literatura: el médico racional
que es no soporta a Flaubert, ni a Tólstoi, ¡ni al mismo McEwan!: un guiño que
los fieles descubren gracias a una cita clave de Niños en el tiempo.
En cuanto al telón de fondo de la novela,
el sábado 15 de febrero de 2003 sirve de percha a McEwan para expresar sus
propios sentimientos ambivalentes ante la decisión de atacar Irak. En la
reveladora discusión con su hija, ferviente defensora del no a la guerra,
Perowne, que no ha asistido a la manifestación, acaba diciendo: «Ya te he dicho
que no soy partidario de ninguna guerra. Pero ésta podría ser el mal menor. Lo
sabremos dentro de cinco años». Llama la atención, sobre todo, la lúcida
denuncia de McEwan de la doble moral de los manifestantes –en contra de la
invasión, pero no del dictador Sadam–, maliciosamente notable en un comentario
sobre Harold Pinter, quien participó en la concentración de Hyde Park
dirigiendo unas palabras a la multitud: la hija de Perowne aprueba la compra
familiar de un Mercedes S500 diciendo que el último Nobel también tiene uno.
Sin embargo, es improbable que McEwan pretenda una declaración política con Sábado, y tampoco importa. Ya dejó claro
en su anterior novela cuál es la responsabilidad del escritor en tales temas
mundanos: «Puesto que los artistas son políticamente impotentes, tienen que
aprovechar este tiempo para desarrollar estratos emocionales más profundos. Su
tarea, su tarea bélica, consiste en cultivar su talento, y en seguir el rumbo
que le exija». Punto.
Lo que cabría preguntarse es si siguió su
rumbo y llegó a su destino, si cumplió su propio reto, esto es, en sus
palabras, «mostrar lo difícil que es tomar la decisión correcta. Puedes
considerarte un tipo muy racional, altamente inteligente y educado, portavoz de
opiniones propias que, ante una repentina situación de conflicto, toma
decisiones perfectamente racionales. Pero esa decisión pone en movimiento otras
consecuencias que evolucionan fuera de tu control. Hay un paralelismo con la
forma en que nosotros, el Occidente inteligente, con toda nuestra historia, los
errores y la insistencia en el poder de la ley, reaccionamos ante el más
irracional de los cultos: el islam radical. ¿Empezamos a culparnos a nosotros
mismos, a endurecer las leyes, a invadir el país vecino?».Y sí, la debilidad de
Occidente halla una metáfora en el universo ideal del doctor Perowne –una
esposa a la que ama, unos hijos inteligentes y guapos, el noble trabajo de
salvar vidas, los pequeños placeres cotidianos–, quien a pesar de empeñar toda su
racionalidad en solventar los conflictos, es impotente cuando todo se tambalea
por las circunstancias que maneja el azar.
Contrariando a su admirado Saul Bellow –Sábado se abre con una cita de Herzog, por cierto–, que afirmaba que en
la novela realista el mundo externo siempre vence al individuo común y
corriente, McEwan, por esta vez, hace ganar la partida a ese individuo de a
pie, y su ejemplo es un canto a la frágil felicidad construida con los valores
conquistados en este lado del mundo.
(Publicado originalmente en Revista
de Libros, núm. 110, febrero de 2006.)
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