jueves, 8 de enero de 2015

una historia de lectura

Ana Ana, cara de porcelana, sangre del conde de Gustarredondo, a la que llamaron así cumpliendo la vieja obligación mexicana de poner dos nombres pero dejando claro cuál era el favorito de su padre, me contaba en Guadalajara, fuera del gran teatro de la FIL, de la mujer que le ayuda en casa, María.

Un día, limpiando el polvo, María vio el lomo de un libro que le llamó la atención: Dispara, yo ya estoy muerto, de Julia Navarro. "Pus cómo dice que le dispara, si ya está muerto, esto está muy raro". Y empezó a leerlo, en sus descansos, en horario de lunes a viernes. "¡Llévatelo, María!", le decía Ana Ana. "No, señora, pesa mucho para irlo cargando en el pesero". Y de esta manera, llegaba ávida al trabajo después del fin de semana, sólo para saber cómo seguía la historia. María le recreaba el argumento a Ana Ana como si fuera un culebrón (¡ah, las grandes novelas del siglo XIX, en los periódicos y por entregas!)

Ana Ana ya le tenía preparado de regalo El tiempo entre costuras. María, a sus sesenta años, había descubierto la lectura.

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