LOS POZOS DE
LA NIEVE
Berta Vias
Mahou
Acantilado, Barcelona
224 pp. 17 €
Dos guerras cruzan Los pozos de la nieve, de Berta Vias Mahou (Madrid, 1961). Una es
la civil del 36, historia de múltiples odios que dividieron España y prolegómeno
del segundo gran infierno europeo. La otra se libra contra las palabras en pos
de recuperar el pasado. Se avisa desde el epígrafe, con versos de Pedro
Casariego Córdoba –cuyas líneas se colarán aquí y allá hasta el último
episodio–: «Nuestras palabras / nos impiden hablar», y no es casualidad tampoco
que el texto comience con una cita de Octavio Paz, el poeta que estrujó las
palabras por el rabo («chillen, putas»). Gran paradoja irresoluble: las
palabras son las únicas que pueden despejar la maleza del olvido y de los
malentendidos que unas veces creó el silencio y otras, ellas mismas. Berta Vias
Mahou, que demostró su destreza para usarlas en la novela-dentro-de-la-novela Leo
en la cama (Espasa-Calpe, 1999) y en el falso-libro-de-cuentos Ladera norte (Acantilado,
2001), lo sabe bien, y asume esta vez el reto, no sólo de pelearse con la
herramienta antes de emplearla con soltura, sino de adentrarse en el tema grave
y urgente de recuperar la historia reciente más dolorosa.
El
vehículo es, como en tantas otras novelas, la historia de una familia. Una
familia que, como no podría ser de otra forma, pues no tendría nada de
particular (véase primera línea de Anna Karenina), está marcada por el amor y
el odio entre sus individuos, por acontecimientos terribles, por la tragedia.
Pero las estrategias para conducir ese vehículo se parecen poco a tantas otras
novelas, están fuera del lugar común. Y algunas son marca de la casa Vias Mahou
–alejarse del lugar común, de hecho, es la primera de ellas–.
Por
ejemplo, el juego con los capítulos. Si en Leo en la cama eran títulos célebres
levemente modificados, en Los pozos de la nieve son frases hechas –«frases que
son como la mala hierba», se dice en algún momento– que sirven para demostrar
su oquedad; están tan manoseadas que en ellas cabe cualquier cosa: en «Entre y
pregunte sin más», un preludio; en «No tocar. Alta tensión», el deseo entre dos
cuerpos; en «Perdonen las molestias», un muerto, y así sucesivamente.
O
por ejemplo, el suspense. Desde el principio hay varios misterios por resolver,
y en el camino se van dejando pistas sutiles. Algunos tienen que ver con lo que
se cuenta, claro, como los asesinatos que ocurren en Leo en la cama, pero otros, más inquietantes, se refieren a quién cuenta,
como los narradores que se suceden en las páginas de Ladera norte. En el caso de Los
pozos de la nieve, una intrigante segunda persona le habla a Samuel,
treintañero protagonista del plano en presente de la novela –un presente
fechado en 1997–, y algo que sucedió, que sabremos en el último capítulo, lo
urge a reconstruir la historia de su familia, hasta entonces atisbada sólo por
fotografías, cartas y muebles heredados. ¿Son esos objetos quienes le hablan,
los que le van desvelando esa historia que no vivió? Que opine el lector atento
–no otro le interesa a Berta Vias: «por lo general los autores no suelen poner
nada gratuito», declara en su primera novela–. Baste aquí apuntar el mérito de
elegir una persona gramatical tan complicada para la narración y salir airoso.
El
otro plano de la novela, alternándose con el tiempo de Samuel, es ese relato
familiar, en tercera persona, que pertenece al pasado pero está contado en
presente. «Presente, infinitivo, gerundio. Los tiempos del poeta», declara el
que parece será narrador de esa historia del pasado. Puede inferirse que ese
narrador sea el propio Samuel, instado en el primer capítulo: «A escribir.
Despacio, con paciencia, porque cada palabra es una lucha, una lucha con el
deseo de callar, con la imposibilidad de hacerlo». (Porque también, dicho sea
de paso, ésa es otra marca de la casa: en los libros de Berta Vias, alguien
siempre escribe. O lee. O ambas cosas). Ese narrador se cuida constantemente de
juzgar, pero no se resiste a hacerlo a veces, antes de que la voz misteriosa lo
reconvenga: «tú eres el hombre que debe permanecer al margen y leer la historia
que vivieron los demás». Y tampoco utiliza los diálogos, recurso demasiado
artificial para la memoria de los otros. Digamos que Samuel se convierte, en
fin, en un raro narrador omnisciente: si lo sabe todo, es desde luego con
muchas dudas. ¿Y cómo no, si la mayoría de esos recuerdos pasados no son suyos?
Y sobre todo, si los buenos y malos no pueden ventilarse en un simple
sustantivo. «Fascista, antifascista, burgués. No son más que etiquetas que se
ponen a la ligera. Y que una vez asignadas resulta imposible perder de vista,
quitárselas de la boca».
Pero
ahí va, ese narrador, bregando con las palabras, abriéndose camino entre viejas
fotografías que poco dicen (cada una «parece una tumba, un sepulcro oscuro,
frío»), un mueble mudo (cuyos cajones «guardan una infinidad de significados»)
y muertos que en vida, para colmo, ya eran silenciosos (como Conrado, que se
propone su particular cruzada contra las palabras al descubrir, en la
incipiente Alemania nazi, que «se han vuelto huecas, falsas, asesinas»). A ese
narrador le interesan, sobre todo, palabras precisas, aliteraciones
pertinentes, imágenes poderosas. Un paisaje lo conforman «árboles desnudos,
esqueletos de color lila, entre nieblas altas y suelos verdes, empapados de
lluvia». En un funeral, «todas las cabezas cuelgan, como girasoles al caer la
tarde». La piel de Julio, uno de los personajes, «es como la de un animal. No
sobra ni un centímetro. Debe de tener hasta la sangre tostada», y otro de
ellos, Casimiro, «parece una albondiguilla preparada a la manera de Königsberg.
Pálida, lechosa, de carnes blandas». Con personajes enteros, llenos de vida,
emocionantes, como los que va construyendo ese narrador, poco importa cómo se
llamen –como los capítulos–, y así, Clara a veces es Klara, Conrado es Konrad o
Luitgard, Lula. Esos personajes contrastan con el propio Samuel, que aparece
desdibujado: a él, claro, nadie «lo narra», sólo lo conmina una extraña voz en
segunda persona. Él es el personaje que designa la autora para luchar con las
palabras. ¿Para qué? «Para que no se vuelvan a cometer los errores de entonces.
Los mismos errores de siempre».
El
fenómeno de ventas Vida y destino, de
Vasili Grossman, esa historia de otra familia en medio de otra guerra,
demuestra que, afortunadamente, hasta los lectores mayoritarios siguen
estimando este tipo de literatura compleja; que ésta sigue siendo necesaria.
Novelas así matizan las letras de plomo de los libros de historia; previenen contra
la memoria por decreto.
(Publicado originalmente en Revista de
Libros, núm. 149, mayo de 2009.)
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